“México me da vergüenza”: Elena Poniatowska


“México me da vergüenza”: Elena Poniatowska

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“México me da vergüenza”: Elena Poniatowska
Las dos grandes pasiones de esta autora mexicana, galardonada el año pasado con el premio Miguel de Cervantes, han sido el periodismo y la literatura. Dice que la escritura la pone a salvo de la tristeza, que se reconoce feminista y que le duele ese México azotado no solo por carteles y narcos sino por una clase política que parece más preocupada por mansiones de “precios millonarios”.
Especial para Gaceta.
Las protestas estudiantiles habían durado semanas. La tensión con el gobierno estaba en su punto más alto. Todos lo sabían la mañana de ese 30 julio de 1968, cuando el Ejército voló de un tiro de bazuca la centenaria puerta de madera del Colegio de San Ildefonso, de Ciudad de México, detrás de la cual se refugiaban centenares de alumnos.
A través de la radio, el presidente de entonces, Gustavo Díaz Ordaz, líder del Partido Revolucionario Institucional, el PRI, que gobernó a México de manera hegemónica durante sesenta años, insistía en que su gobierno había sido “tolerante hasta excesos criticados”.
Lo peor sucedería menos de tres meses después, a solo una semana del inicio de los Juegos Olímpicos de 1968, que tendrían a ese país como sede: el 2 de octubre, una bengala del Ejército cruzaría el cielo durante un mitin en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, donde  estudiantes colegiales y de universidad encontraron apoyo para su movimiento social en miles de obreros y amas de casa.
Un grupo paramilitar, el Batallón Olimpia, se mezcló entre los jóvenes y comenzó la represión. Francotiradores apostados en los techos de los edificios aledaños abrieron fuego. Hubo decenas, cientos de muertos. Casi medio siglo después, nadie en México lo sabe con exactitud. Solo que para la historia aquel hecho quedó registrado como ‘La matanza’.
Elena Poniatowska era para entonces una inquieta reportera de 36 años que recién había parido al último de sus tres hijos. Enterada de la masacre y a pesar de la convalecencia, decidió tomar su inseparable libreta de apuntes y salir a la calle “porque tenía que ver ese horror con mis propios ojos”. Lo que encontró, contaría luego, fue desolador: “Sangre seca, soldados en la calle, zapatos regados por toda la plaza”.
De aquella imagen no solo le quedó una definición de la barbarie sino el impulso para escribir ‘La noche de Tlatelolco’, considerado el libro más representativo de su obra periodística. Un testimonio crudo y visceral de lo sucedido ese 2 de octubre.
“Una fecha grabada con sangre en la historia mexicana. Una fecha que debería conmemorarse oficialmente y ser de luto nacional”, se le escucha decir a la escritora, al otro lado del teléfono, en su casa del barrio de Chimalistac, al sur de Ciudad de México.
Muchos años atrás se había despedido ya de la muchacha timorata que un día fue y que escribía “notas cursis” para las páginas sociales del periódico Excélsior, al que llegó a trabajar en 1954, después de terminar sus estudios de bachillerato en el convento Sagrado Corazón de Pennsylvania, Estados Unidos, “donde me volví más devota que las propias monjas”.
Nacida en Francia, Helene Elizabeth Louise Amelie Paula Dolores Poniatowska Amor, como se llama en realidad, había llegado de 10 años a México en un barco de refugiados que huían de la Segunda Guerra Mundial, junto a su mamá, una aristócrata de sangre francesa y mexicana, y su papá, Jean Joseph Evremont Poniatowski Sperry, heredero de príncipes polacos.
No sabía una palabra de castellano cuando pisó suelo azteca. Era una lengua reservada para las empleadas domésticas. Pero la niña Elena se metía a hurtadillas a la cocina y entonces no solo conoció la fiesta de la sopa de tomate y el mole que esas manos indígenas preparaban, sino los secretos del idioma que le ayudarían a edificar su obra en ensayo, cuento y novela, que a la postre la harían merecedora de galardones como el Rómulo Gallegos y, hace apenas un año, del Premio Miguel de Cervantes, que en 37 años solo ha reconocido a cuatro mujeres.
Próxima a cumplir 83 años, este 19 de mayo, la “polaquita preguntona”, como un día la bautizó el muralista Diego Rivera, dice que se sigue sintiendo “más periodista que escritora”.
Se ve aún como la reportera que escribía reportajes sobre los presos políticos de la cárcel de Lecumberri; la autora detrás de ‘Todo empezó un domingo’, libro en el que recogió la voz de empleadas domésticas y obreros en su único día de descanso, o la que sentaba por horas a personajes como Juan Rulfo, Octavio Paz, Cantinflas y Cortázar “por el solo placer de conversar para luego contárselo al mundo”.
Cuando recibió el premio Cervantes reiteró que usted siempre se ha sentido más periodista que escritora…
Lo he creído siempre. Un escritor francés decía que el periodista estaba llamado a ser inmediato porque detrás hay un editor que espera que entregues un texto rápidamente. En cambio, el escritor hace un ejercicio muy solitario sentado en su mesa de trabajo. García Márquez decía que no hay soledad más grande que la de un escritor. Uno está solo con su hoja en blanco sin la certeza de si eso que vas a escribir se  publicará. Es una aventura. Lo del periodista es otra cosa: el vértigo y la certeza de publicar, así no sepas bien qué harán con lo que entregaste. Le cambiarán el titular y hasta le quitarán palabras. En cambio, el escritor entrega sus textos como suyos. Yo creo que me pasé la vida buscando siempre más tiempo para la rapidez que para la soledad del escritor. Quizá porque la soledad es pariente de la tristeza, que es algo a lo que le huyo todo el tiempo.  Por eso en las fotos siempre me verán riéndome. Y por eso escribo también, eso me salva.
Cuentan que Diego Rivera la llamó “la polaquita preguntona”. Y se sabe que Juan Villoro decía que sus entrevistas representan una “historia dialogada de la vida de los mexicanos”. ¿Nunca se cansó de hacer preguntas?
A mí lo que me gusta es contar cosas. Y para uno poder contarlas tiene que tomarse el tiempo necesario para hacer preguntas y escuchar con paciencia las respuestas. Carlos Fuentes me contó alguna vez que solía preguntarles a los meseros la receta de lo que había comido solo por el placer de escucharlos. Él conversaba mucho para poder escribir. Yo seguiré haciendo lo mismo, siendo preguntona hasta que me muera porque eso es lo que me ha permitido entender el mundo.
En algún momento usted confesó que hubiera querido ser médica. ¿En qué momento se le torció el destino?
Quería ser médica por una cuestión más romántica que de convicción. Lo que yo quería era ayudar a los demás. Salvar a la gente cuando le pasara algo horrible. Pero fue solo una ilusión porque con el tiempo entendí que mi verdadera aspiración era darles voz a los que no la tenían. Nunca pasé por una universidad, pero luego asumí que podía hacerlo sin necesidad de un diploma. Y con eso nutrí también mi literatura. Un día, por ejemplo, en una correría por el sur de México conocí a Josefina Bórquez, una indígena. Y ella se convirtió en Jesusa Palancares, el personaje de mi novela ‘Hasta no verte, Jesús mío’.
Las mujeres han sido grandes inspiradoras de su obra. No hace mucho publicó una novela inspirada en la artista Leonora Carrington y trabaja en otra sobre la novelista Lupe Marín, la segunda esposa de Diego Rivera…
Es que México me duele a veces desde el dolor de sus mujeres. En Juárez han sido asesinadas más de 400 mujeres en total impunidad. Pero eso a nadie parece preocuparle. Yo tengo conciencia de lo femenino desde muy joven. Y admito abiertamente que soy feminista. En mis épocas de reportera, cada que había la oportunidad de escribir una gran historia la reservaban para los hombres. Nadie quería invertir en la carrera de una mujer pues temían que se fuera a casar, a tener hijos y que guardara su título en un baúl. O hacía carrera de que, si lo lograban, era porque se había acostado con el jefe o porque eran guapas.
¿Le pasó a usted alguna vez?   
No, pero escuchaba cosas que me dolían. Un día una mujer muy guapa y muy joven me dijo: “cuando una puerta se me cierra, yo la empujo con las nalgas”. Pero sé que hay otras que han asumido que son dueñas de su cuerpo, que pueden decidir cuándo quieren hijos y cuándo no. Que pueden tomarse todo el tiempo del mundo de elegir un buen compañero de vida, sin dejarse llevar por la presión de que hay que casarse a tal o cual edad. Mucha gente cree que pensar así ha sido rebeldía, pero yo en la vida he sido en realidad muy dócil.
Cuesta no creer en esa rebeldía cuando abiertamente usted ha manifestado en México su simpatía por la izquierda…
Aún me insultan por haber apoyado abiertamente a Manuel López Obrador, del Partido de la Revolución Democrática. Me llamaban por teléfono a mentarme  madres. Un día hasta me hicieron llorar. A mí, que no soy nada llorona. Llamaron como a las dos de la madrugada. Una voz de hombre, cordial, me dijo: “Elenita, hay un hombre en su jardín”. Yo me puse una bata y salí a la calle. Entonces noté que no había ni un alma. Solo había penumbras. Regresé a la cama y  me eché a llorar. Me sentí muy agredida.
Pero ha insistido en esa postura política, incluso al costo de que nadie del Gobierno mexicano la acompañara a recibir el Cervantes…
Cómo no insistir cuando vives en un país donde campea la pobreza por todas partes. Donde hay campesinos que ni siquiera pueden calzar un par de zapatos porque no tienen con qué comprarlos. Es como si estuviéramos condenados. Sobre todo ahora que vivimos la barbarie del narcotráfico, de los carteles, del muerto nuestro de cada día.  Hoy México da vergüenza.
Usted fue una de las voces más críticas después de lo ocurrido con los 43 normalistas de Ayotzinapa. Un año después, ¿qué piensa hoy?
Que el Gobierno tardó mucho en la investigación, lo que demuestra que México es un país racista porque eran estudiantes pobres y los pobres tienen pocas oportunidades y los ricos, muchas porque existe una enorme impunidad. Qué vergüenza un país donde el presidente, su esposa y hasta el ministro de economía  compran mansiones a precios millonarios que  uno solo cree que pueden pagar actores de Hollywood. ¿Por qué Meryl Streep no se viene a vivir a México? Se comportan como si fueran Luis XIV o los dictadores Duvalier de Haití. México vive una enfermedad catastrófica, la de la corrupción y la impunidad y la ignorancia de improvisados y deshonestos gobernantes.
¿Alguna vez, en medio de esa barbarie que vive ahora su país, se ha sentido amenazada? 
Fue hace mucho, cuando publiqué ‘La noche de Tlatelolco’, sobre los hechos del el 2 de octubre de 1968; en el momento más duro de la represión del régimen, amenazaron a Tomás Espresate Pons, un catalán exiliado en México tras la Guerra Civil. Librero y editor, que era el que estaba imprimiendo el libro. Le dijeron que iban a quemar su negocio. Pero él respondió: “Yo estuve en la Guerra Civil de España. Yo sé lo que es la guerra y este libro se publica”. Luego esparcieron el rumor de que el Ejército lo iba a incautar, pero eso fue la mejor propaganda. Todo el mundo salió corriendo a comprarlo. Se hicieron cuatro ediciones en un mes. Yo no lo creía.
¿Cómo consigue llegar uno a los 83 años, así de lúcida, de vital, de rebelde?
Eso me lo preguntan mucho. Me dicen “te vas a morir en un aeropuerto o a bordo de un avión” porque me la paso viajando todo el tiempo. Pero yo hago de cuenta que no voy a cumplir 83, sino que soy la reportera que aún se lanza a la calle con una libretita en la mano. Escribir me salva, escribir me hace sentir viva.

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