AMERCA LATINA:Isabel de Guevara, nuestra primera feminista
Isabel de Guevara, nuestra primera feminista

La
conocemos porque escribió una carta, su biografía es esa carta. Las
fechas de sus memorias no tienen canción de cuna ni ataúd. Isabel de
Guevara nació y murió en la vidriera de la historia que la exhibe desde
que pisó la tierra húmeda de las orillas rioplatenses con Pedro de
Mendoza hasta que pidió por los derechos de las mujeres en papel de
correspondencia. Dos acciones, arrojo de virtudes, cuentan sus días
breves y la nombran en voz fuerte para que oigan quienes se preguntan si
están en la antimacedoniana misión de exigir un cuerpo sin psique. La
primera la convirtió en tripulante de conquistas, la segunda, en
feminista naciente de aguas gauchas, pila bautismal laica que tuvo –vaya
novedad– detractores, murmullos de injuria y silencio de tumba una vez
más sin nombre. En la carta –documento fiel que le envió el 2 de julio
de 1556 (hacía veinte años que había desembarcado, veinte que bregaba
sin descanso) a Juana de Austria, Princesa Gobernadora de los Reinos de
España–, Isabel le pide cobrar por su trabajo, sí, pide que se le pague
como se les pagaba a su marido y a todxs lxs que junto a ella habían
dejado atrás la península para echar campanas a vuelo y cumplir con los
deseos de robo del reino. Antes de despedirse de la “muy alta y muy
poderosa señora” con un “serbidora de Vuestra Alteza que sus Reales
manos besa” y después de contarle todo lo que a diario hacía en suelo
descubierto desde que llegó al Río de la Plata (no solo habla de ella,
nombra también a las otras mujeres con quienes compartió navío y
batallas de la conquista) le dice que se siente agraviada por la
ingratitud sufrida desde que atravesó el océano y llegó a Buenos Aires
como una tripulante más en la hostilidad pero como una tripulante menos
en la paga. Isabel pide justicia, pide, poniendo en jaque a la legalidad
de su tiempo, que se cumplan los derechos de las mujeres. Lo pide, se
lo está pidiendo a otra mujer, cuando a nadie se le ocurría pedirlo ni
pagarlo y mientras Europa siempre igual a sí misma se enteraba de las
conquistas de ultramar y de la América descubierta por los precios que
pagaba en su vida cotidiana y no por las crónicas de los adelantados.
Isabel habla de hambre, de lavar la ropa, de armar ballestas, de curar heridas, de hacer de centinela y de animar a los soldados desanimados por tanta flaqueza sargenteándolos y poniéndolos en orden “con palabras varoniles”, de avivar fuegos y de los indios “que vienen a dar guerra”. En la carta, álbum de recuerdos con cicatrices y sangre seca, primer discurso femenino de la conquista, primer relato de una mujer que desde la empalizada colonizadora le escribe a una mujer poderosa, se ven sin necesidad de fotos los veinte años de mojones nuevos sin comida, las geografías adversas y las amenazas infalibles. Veinte años narrados por una cronista visceral que rompe el género epistolar femenino común en la época, hace uso de su lugar de mujer exploradora del Nuevo Mundo y cree –ingenuidad de la espera– que los ojos de la gobernadora leerán con empatía. Pero después de la escritura y la esperanza no hubo nada más, nada más que una carta sin respuesta.
Quién sabe en qué destino durmió ensobrado aquel anhelo hasta que en ánimo trasnochado alguien encontró la carta y la convirtió en título de monografías, en succión de palabras, en archivo histórico, en documento y bandera que busca despuntar a la hora más temprana los días rotos y los enteros sin tiempo.
Isabel habla de hambre, de lavar la ropa, de armar ballestas, de curar heridas, de hacer de centinela y de animar a los soldados desanimados por tanta flaqueza sargenteándolos y poniéndolos en orden “con palabras varoniles”, de avivar fuegos y de los indios “que vienen a dar guerra”. En la carta, álbum de recuerdos con cicatrices y sangre seca, primer discurso femenino de la conquista, primer relato de una mujer que desde la empalizada colonizadora le escribe a una mujer poderosa, se ven sin necesidad de fotos los veinte años de mojones nuevos sin comida, las geografías adversas y las amenazas infalibles. Veinte años narrados por una cronista visceral que rompe el género epistolar femenino común en la época, hace uso de su lugar de mujer exploradora del Nuevo Mundo y cree –ingenuidad de la espera– que los ojos de la gobernadora leerán con empatía. Pero después de la escritura y la esperanza no hubo nada más, nada más que una carta sin respuesta.
Quién sabe en qué destino durmió ensobrado aquel anhelo hasta que en ánimo trasnochado alguien encontró la carta y la convirtió en título de monografías, en succión de palabras, en archivo histórico, en documento y bandera que busca despuntar a la hora más temprana los días rotos y los enteros sin tiempo.
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