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CHILE> Valparaíso, puerto poético
La reina de las costas
Destino trasandino clave por su vida cultural y gastronómica, sus cerros configuran una geografía desigual que aumenta su encanto. Colores, poemas y sabores confluyen en este anfiteatro natural que bien merece una parada previa en el Valle Casablanca para conocer la curiosa historia del carménère.
Desniveles y fachadas de colores, dos distintivos de Valparaíso.
Desniveles y fachadas de colores, dos distintivos de Valparaíso. 
La novia del océano con corona fría de sirena y criminales callejones. Así describió el poeta Pablo Neruda a Valparaíso, el anfiteatro natural de bahía turquesa y cerros adornados de casas de colores. Valparaíso es hoy una de las ciudades que más turistas recibe en Chile, llegados por tierra, por aire y por mar para conocer la vida cultural y la gastronomía de la principal ciudad portuaria del país. La casa museo La Sebastiana, donde Neruda pasó los últimos años de su vida; el Mercado El Cardonal, donde se prueban comidas regionales; el arte urbano que puebla sus calles; y las viñas que cercan la ciudad la coronan -en palabras del poeta chileno- como “la reina de todas las costas”.

Un alto en el Valle Casablanca, para probar la cepa carménère.
(Imagen: Turismo Chile)

LA CEPA RENACIDA Treinta kilómetros antes de llegar se encuentra el Valle Casablanca, encuadrado dentro de la región vitivinícola de Aconcagua y comprendido en la comuna de la Región de Valparaíso. En la viña Casas del Bosque nos reciben 240 hectáreas de viñedos: aquí las condiciones climáticas resultan ideales para el cultivo de variedades blancas como Sauvignon Blanc y Chardonnay, y de variedades tintas como el Pinot Noir y el Syrah. También se produce en Casas del Bosque Cabernet Sauvignon y carménère, aunque originarias de las regiones más cálidas de Maipo, Colchagua y Cachapoal.
Casas del Bosque produce 1,2 millón de botellas de vino al año y exporta el 80 por ciento de sus vinos a más de 50 países, mientras el 20 por ciento restante se distribuye a lo largo del territorio chileno. Además de la producción, la viña recibe turistas para tours y catas de vino y comensales en su restaurant Tanino. Allí, el sommelier Lautaro Sotto Cosa recomienda acompañar los almuerzos con un carménère de la bodega, y cuenta la historia de la cepa, una de las más curiosas de la industria del vino en Chile.
En 1860, la filoxera –una plaga que ataca las hojas y las raíces de la vid– afectó durante una década a Francia y otras zonas de Europa. La cepa carménère, por ser una de las más complejas para conseguir la maduración, fue la más perjudicada. “Las dificultades eran tales para su cultivo que lo productores terminaron por abandonarla –explica el sommelier– y durante mucho tiempo se pensó que el carménère había desaparecido”.
Un siglo más tarde, en 1991, el ampelógrafo francés Claude Vallat señaló que cierto Merlot que producía Chile no era tal, pero no pudo determinar a qué cepa realmente correspondía. Finalmente, un año más tarde, estudios realizados en Francia confirmaron su sospecha y determinaron que entre los cultivos del Merlot chileno había presencia de aquella cepa que se creía perdida. “Chile tenía dos opciones –cuenta Sotto Cosa–: podía ocultar su equivocación y hacer como si nada hubiera pasado, o podía contarle al mundo que una cepa que se creía extinta estaba en esta tierra”. El país se inclinó por lo segundo, y hoy el 95 por ciento del carménère mundial se produce en Chile.

La Sebastiana, la casa-museo de Pablo Neruda sobre el cerro Florida, con vista a la bahía.
UN LUGAR PARA ESCRIBIR Desde La Sebastiana, la casa donde vivió Pablo Neruda en Valparaíso, puede verse todo. La bahía y el puerto. Las casas de colores que se apilan en el cerro cuesta abajo. Las calles y escalinatas para bajar hasta la costa. Y, según contaba el poeta a sus amigos, en el tiempo en que él la habitaba podía verse desde la ventana a una mujer que a cierta hora del día salía a tomar baños de sol desnuda. “Ahí, en la casa verde”, explicaba Neruda, “al lado de la gris, encima de la naranja”. Pero sus amigos, parados frente a los enormes ventanales de La Sebastiana, esa casa desde donde puede verse todo, no podían ver nada.
En 1959 Neruda escribió una carta a Sara Vial y Marie Martner, dos de sus mejores amigas. El poeta quería encontrar una casa que fuera refugio alternativo al ritmo de la capital chilena y las condiciones no eran pocas: debía ser original pero económica, estar alejada de los ruidos del centro pero no completamente aislada, tenía que ser cómoda pero no enorme. ¿Los vecinos? “Ojalá invisibles”.
Vial y Martner encontraron un buen lugar sobre el cerro Florida, ni al pie ni en el pico, una creación del arquitecto español Sebastián Collado. Para el escritor la casa resultaba algo grande, asi que decidió quedarse con los dos últimos pisos, mientras los dos primeros fueron ocupados por Martner y su pareja. De la visibilidad de los vecinos mientras tomaban baños de sol no hay registros de objeciones por parte del escritor.
Neruda se dedicó a modificar la Sebastiana durante tres años, en los que agregó ojos de buey como ventanas, combinó cerámicas de colores pastel en el baño y se dedicó a comprar toda clase de objetos para decorarla. En el living se exhibía una colección de objetos inconexos: una sopera con forma de vaca que usaba para preparar cócteles, un viejo sillón al que apodaba “la nube”, adornos de todas partes del mundo, pinturas, fotografías enmarcadas y juguetes, que para él eran importantes: “El niño que no juega no es niño –escribió Neruda– pero el hombre que no juega perdió para siempre el niño que vivía en él, y que le hará mucha falta”.
En el último piso Neruda había armado su cuarto propio. Un escritorio que usó como espacio de trabajo y que le permitió, con un giro de cabeza, mirar un rato el puerto de Valparaíso. De las paredes de esa habitación colgó un retrato de Walt Whitman y dos fotos de la ciudad: una antes y otra después del terremoto de 1906. Su colección de objetos también invadió esta parte de la casa. Neruda se había vuelto un coleccionista experto y recomendaba, para que los vecinos acudieran a uno con objetos interesantes: “Lo primero que se debe hacer si uno desea convertirse en coleccionista es contárselo a todo el mundo”. Después, había que ser buen negociante. “Cuando regatees”, recomendaba Pablo Neruda, “procura parecer cansado”.
Neruda vió llegar el Año Nuevo de 1973 en la Sebastiana. Desde allí, la vista de los fuegos artificiales era inmejorable. Y ese año, después del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende, el poeta falleció. Luego de su muerte, las fuerzas armadas irrumpieron en la casa del escritor; la dieron vuelta buscando documentos y se llevaron algunos objetos. Con la vuelta a la democracia, el lugar fue restaurado e inaugurado como museo en 1991. Tres años más tarde se sumó una plaza y en 1997 se abrió un Centro Cultural.

Mercado El Cardonal, donde aparecen los sabores más tradicionales de la costa chilena.
ARTE URBANO Y COCINERÍAS En la vereda del mercado El Cardonal, un hombre plumerea una fila de cajones de fruta. Al lado, una mujer acomoda pescados sobre el hielo. Y otra señora, más cerca de la esquina, grita al aire que en su puesto están los mejores precios en condimentos. En este mercado se puede conseguir todo lo que se necesita para preparar una comida a buen precio y una comida preparada puede costar unos 35 pesos argentinos.
El mercado El Cardonal se construyó en el siglo XIX, quedó destruido tras el terremoto de 1906 y se restauró diez años más tarde. Aquí, en la planta baja, se consiguen verduras y frutas regionales como el noni, una fruta naranja con puntas, con un sabor que parece la fusión de un pepino y un melón. Los animales se consiguen vivos, muertos, crudos y cocidos. En la planta alta están las cocinerías, donde se preparan caldillos, ceviche y mariscales frente a los ojos del turista. “Aquí no hay lujo, no hay decoraciones pomposas –apunta el guía local Claudio–: aquí lo que hay es comida rica, fresca y abundante”.
Dejamos el mercado y subimos el cerro por la Avenida Argentina. Al costado de la calle  las casas de colores parecen estar colgadas como adornos de Navidad. Dicen los más románticos que en Valparaíso, como en otras ciudades portuarias del mundo, las viviendas se pintaron de colores para que los marineros reconozcan sus casas desde altamar. Y dice Claudio, nuestro guía, que hay otra interpretación: “Las pinturas de colores fuertes son más baratas”. Sea por la nostalgia del hogar y la familia o por economía de recursos, vista desde la costa Valparaíso es una fiesta de colores.
En el cerro Alegre, de los más antiguos de la ciudad, las construcciones de arquitectura inglesa colonial están pintadas con murales y hacen honor a su nombre. Lo mismo ocurre en el cerro Concepción. En cada cuadra está la estrella del barrio: un retrato, un paisaje, una composición surrealista o un mensaje escrito. Valparaíso supo poner en valor una zona antigua dando lugar a artistas urbanos, con paredes que no dejan de reinventarse. La arquitectura de Valparaíso, su cultura, su gastronomía y su belleza natural justifican los títulos nobiliarios que le otorgan los poetas locales.

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