25 de mayo de 2018
Era
un agradable atardecer, con la primavera londinense en su plenitud.
Algunas familias ya se animaban a concurrir a los parques y retornaban a
sus hogares. Entró en esa taberna cerca del Museo. Estaba bastante
llena pero encontró lugar en una larga mesa. Venía a Londres muy
esporádicamente, con ayuda de su yerno o de Lord Palmerston. Ahora, casi
a los ochenta, se le hacía largo el viaje desde Southampton, a pesar de
su buen estado físico que le permitía ocuparse, en persona, de la
atención de su huerta. Frente suyo se encontraba un hombre de barba
blanca nutrida, que tenía ante sí un ejemplar del Times. Los sucesos que
se destacaban en primera página se referían a los sangrientos
acontecimientos que tenían lugar en esos días en París. Le importaba el
tema. Incluso había llegado a discutir sobre la posibilidad de que algo
parecido pudiese ocurrir en Londres. Al ver que estaba interesado por
los titulares, el hombre, que se había reclinado hacia atrás, le acercó
el ejemplar y le invitó a compartirlo. No era de intercambiar palabras
con desconocidos, máxime cuando su manejo del inglés seguía siendo
precario. Pero aceptó el convite y acercó el ejemplar. Comprobó lo que
ya había escuchado. Las tropas comandadas por el gobierno arrinconaban
sin miramientos a los últimos comuneros. Se trataba de asuntos que, en
otro contexto, no le resultaban ajenos. El hombre de barba le preguntó,
en un inglés claro que pudo entender: –“¿duro, no es cierto?”. Se animó a
responder: –“sí, claro, muy duro”. Y allí no más recurrió a su carpeta
y tomó la hoja en la que había estado escribiendo, inspirado,
precisamente, en esos sucesos. Cuando lo hacía, reparó que sería difícil
que fuera entendido, ya que, sus notas, estaban en español. Las tenía
consigo porque quería conversarlas con su hija. Titubeó, pero se la
alcanzó. – “está en español”, advirtió. El hombre se inclinó hacia
delante y tomó la hoja. No dominaba el español pero podía entenderlo.
Leyó: –“cuando hasta en las clases vulgares desaparece cada día más el
respeto al orden, a las leyes y el temor a las penas eternas, solamente
los poderes extraordinarios son los únicos capaces de hacer cumplir los
mandamientos de Dios, de las leyes, y respetar al capital y a sus
poseedores”.
El hombre de la barba miró a su interlocutor con renovada
curiosidad. De cualquier forma, ya era tiempo de proseguir con su
marcha. Devolvió la hoja, recogió el Times, se incorporó e hizo un gesto
de saludo. Del otro lado de la mesa, obtuvo un agradecimiento y
presentación. –“Gracias. Juan Manuel de Rosas”. Su respuesta: –“No hay
de qué. Karl Marx”. Caminó hacia la puerta recordando sus lecturas sobre
esas lejanas pampas y los ríspidos sucesos ocurridos dos décadas atrás.
“Sí, tenía que ser la misma persona”. Él ya llevaba dos años en Londres
cuando leyó sobre la llegada al exilio de este mentado personaje. Había
algo de su apellido que le atraía. Le resonaban las palabras del
delegado español en el Consejo General de la Asociación Internacional de
Trabajadores: “Una rosa roja, con un puño, serían un expresivo símbolo
de nuestro movimiento”. Y volvió a pensar en sus notas, con las palabras
que debía pronunciar en ese Consejo en tres días más.
Atrás suyo, Rosas se quedó observando cómo se aprestaba a cruzar la
calle, atestada de carruajes, mientras se decía –“No le dije que, sobre
esto, yo tuve que aprender mucho en la Argentina. Hice bien en callarme.
Seguramente, este sastre no ha de saber de estas cosas. Ni siquiera que
ese país existe…”
Muy interesante¡ Gracias por compartirnos este texto que obliga a pensar. Abrazo, Rocardo
ResponderBorrargracias Marta,muy interesante, abrazo
ResponderBorrarSilvia Loustau