MAGNIFICA PIEZA SOBRE VIOLENCIA MACHISTA
Puta de mierda
Hace
unos días recibí una agresión en la calle. Eran las 6 y 45 e iba
caminando hacia el trabajo, como hago todas las mañanas. También como
todos los días, llevaba en mi cartera atado el pañuelo verde. De
repente, un varón, de unos 50 años, frenó bruscamente su auto –caro, de
los que llaman de alta gama– en mitad de la cuadra, muy cerca de donde
yo estaba, y empezó a insultarme. Me gritó “puta de mierda”, “asesina”,
“abortera”, “basura”, entre otras cosas. Logré mantenerme serena y sólo
le contesté “muchas gracias” y que era un incentivo que una persona tan
violenta me gritara porque me reafirmaba en el lugar contrario a ella.
Fue la primera vez que me atacaron por usar el pañuelo verde, pero no la
primera vez que sufrí violencia machista por ser una mujer que circula
el espacio público. Desde que tengo cinco años, como todas las mujeres,
la mayoría de las veces que salgo, que salimos, a la calle somos
acosadas, maltratadas, abusadas, insultadas y cosas aún peores. Muchas
sufrimos violaciones, golpes, torturas o somos asesinadas y, después,
tiradas a la basura. Esto nos pasa todo el tiempo, al punto que no
exagero si digo que casi no conozco niña o mujer que no haya vivido
alguna clase de violencia machista en la calle, tenga la edad que tenga.
Seguí caminando e inmediatamente recordé otra situación, hace muchos años, cuando una noche volvía a mi casa después de una reunión. Tenía puesta una remera de H.I.J.O.S. que usaba mucho y que tiene el signo de prohibido encima de una bota militar y dice “Juicio y Castigo”. En esa época todavía no habíamos logrado que los genocidas fueran juzgados. Cuando subí al ómnibus, el conductor me empezó a gritar diciéndome que por culpa de los terroristas estábamos como estábamos y que los militares se habían quedado cortos y tendrían que haber matado a los hijos también, que crecían y eran tan asesinos como los padres. Ese día yo estaba contenta y lo que menos esperaba era algo así a las dos de la mañana, estando prácticamente sola con el colectivero. Me asusté bastante, quizás porque era joven y no sabía cómo enfrentar esas situaciones –tampoco sé si alguna vez una aprende del todo como hacer frente a la violencia machista–, y no supe qué hacer. Me senté atrás, pero el tipo seguía diciéndome cosas horribles. En un momento no aguanté más y me largué a llorar. Lloré de dolor, de impotencia, de miedo, de rabia, de todo eso junto. En esa época era impensable para mí tomarme un taxi; y bajarme y caminar a esa hora era exponerme a más violencias, quizás incluso peores. Aguanté hasta llegar a mi casa, haciendo fuerza por no escuchar. Me bajé y ni siquiera me animé a mirar al conductor, que arrancó rapidísimo, mientras me decía “puta de mierda”. Entré a mi casa y llamé a un compañero, quien me tranquilizó. Enseguida me sentí mejor y entendí que no estaba sola.
Entre esas dos situaciones pasaron muchos años. Ahora tengo casi el doble de edad y, sin dudas, aunque sea muy parecida no soy la misma que lloró y tuvo miedo esa noche. Pero camino a mi trabajo sentí que algo no cambió para mí y es la sensación de protección que otorga saberse dando peleas difíciles con otrxs, siendo parte de un colectivo. Por eso cada vez que veo a alguna de nosotras con el pañuelo verde, como si fuera una contraseña, le sonrío, cómplice, porque sé que todas las que lo usamos vivimos las mismas violencias machistas desde niñas y también luchamos por romperlas. Y lo hacemos juntas. “Todas somos hijas de la misma historia”, como alguna vez gritamos lxs hijxs. En este caso –y también en el de la dictadura– una misma historia patriarcal que nos somete a violencias machistas cotidianas. Pero además de eso, somos protagonistas de una construcción que nos hermana mucho más que en un pañuelo verde. Porque el patriarcado no se va a caer, al patriarcado lo vamos a tirar abajo. Y esto va a suceder tarde o temprano, porque también como gritamos muchas veces, tenemos la seguridad de que “lo imposible sólo tarda un poco más” y contra esa certeza no hay nada que nos pueda detener, como ya sabemos.
* Abogada especializada en Derechos Humanos e Hija.
Seguí caminando e inmediatamente recordé otra situación, hace muchos años, cuando una noche volvía a mi casa después de una reunión. Tenía puesta una remera de H.I.J.O.S. que usaba mucho y que tiene el signo de prohibido encima de una bota militar y dice “Juicio y Castigo”. En esa época todavía no habíamos logrado que los genocidas fueran juzgados. Cuando subí al ómnibus, el conductor me empezó a gritar diciéndome que por culpa de los terroristas estábamos como estábamos y que los militares se habían quedado cortos y tendrían que haber matado a los hijos también, que crecían y eran tan asesinos como los padres. Ese día yo estaba contenta y lo que menos esperaba era algo así a las dos de la mañana, estando prácticamente sola con el colectivero. Me asusté bastante, quizás porque era joven y no sabía cómo enfrentar esas situaciones –tampoco sé si alguna vez una aprende del todo como hacer frente a la violencia machista–, y no supe qué hacer. Me senté atrás, pero el tipo seguía diciéndome cosas horribles. En un momento no aguanté más y me largué a llorar. Lloré de dolor, de impotencia, de miedo, de rabia, de todo eso junto. En esa época era impensable para mí tomarme un taxi; y bajarme y caminar a esa hora era exponerme a más violencias, quizás incluso peores. Aguanté hasta llegar a mi casa, haciendo fuerza por no escuchar. Me bajé y ni siquiera me animé a mirar al conductor, que arrancó rapidísimo, mientras me decía “puta de mierda”. Entré a mi casa y llamé a un compañero, quien me tranquilizó. Enseguida me sentí mejor y entendí que no estaba sola.
Entre esas dos situaciones pasaron muchos años. Ahora tengo casi el doble de edad y, sin dudas, aunque sea muy parecida no soy la misma que lloró y tuvo miedo esa noche. Pero camino a mi trabajo sentí que algo no cambió para mí y es la sensación de protección que otorga saberse dando peleas difíciles con otrxs, siendo parte de un colectivo. Por eso cada vez que veo a alguna de nosotras con el pañuelo verde, como si fuera una contraseña, le sonrío, cómplice, porque sé que todas las que lo usamos vivimos las mismas violencias machistas desde niñas y también luchamos por romperlas. Y lo hacemos juntas. “Todas somos hijas de la misma historia”, como alguna vez gritamos lxs hijxs. En este caso –y también en el de la dictadura– una misma historia patriarcal que nos somete a violencias machistas cotidianas. Pero además de eso, somos protagonistas de una construcción que nos hermana mucho más que en un pañuelo verde. Porque el patriarcado no se va a caer, al patriarcado lo vamos a tirar abajo. Y esto va a suceder tarde o temprano, porque también como gritamos muchas veces, tenemos la seguridad de que “lo imposible sólo tarda un poco más” y contra esa certeza no hay nada que nos pueda detener, como ya sabemos.
* Abogada especializada en Derechos Humanos e Hija.
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