JORGE TEILLIER, POETA CHILENO

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Público

Conocí a Jorge Teillier en la Revista Orfeo, que había creado junto con el colombiano Jorge Velez, en Santiago, en 1963. Me buscaron para que colaborara con un número especial sobre Poesía y Ciencia, en el que tambié colaboró el Dr. Roberto Donoso Barros (Premio Nacional de Ciencia,creo que en 1970). Desde allí, me hice parte de la alegre pandilla, y representaba a la revista en los pasillos de las NU, porque era entonces, recién egresada de ESCOLATINA, U de Chile, Junior Officer en el CELADE, mi primer trabajo profesional. ¡Qué alegría saber de este reconocimiento, para mí aunque inesperado. muy festejado,y aquí, en el exilio, cinco décadas después!.
 
Marta Zabaleta, Londres,11 de sept.2020. 

gracias, yo lo conocì años despuès, ya se habìa salido de Orfeo, donde por el 68 o 69 hicimos con unos amigos de la Escuela de Santiago y otros, y Vélezy la denostada antología "33 nombres claves de la actual poesía chilena", ya habìamos iniciado la "Escuela de santiago", que se planteaba como anti làrica (y un poco antitodo), pero nos juntamos de cuando en cuando en un bar de Ñuñoa con Tellier, La Lanzas, y conversábamos y discutìamos de poesia, y otras cosas, me decía "Etcheverry, ¿querís pelear?".
Jorge Etcheverry, Otawa, 11/09/2020 
Hoy 11 de septiembre, con la tragedia de Allende y del país en la escritura y el corazón, se realizó de manera virtual la entrega del premio nacional de Poesía Jorge Teillier. Me acompañaron unos pocos amigos y amigas de Santiago -siempre bien queridos y queridas- y mi amada hija Mariel desde Alemania. Les comparto un fragmento del escorzo sobre mi vínculo con la figura y la obra del gran lárico que leí en esta ocasión .
Había una vez un escolar que leía libros raros a la orilla de un río. Sentado sobre el pasto los hojeaba contra el viento, escuchando el grito ocasional de los boteros surcando la corriente. Gaviotas y bandurrias se disputaban el cielo de la tarde, mientras las taguas hundían sus pichanas en las verdes aguas del otoño. No es fácil permanecer en el paisaje de un poema en medio de tan poderoso y cotidiano paisaje real. No es fácil leer serenamente un libro traspasado por la oscura y movediza memoria de las nubes.
Uno de esos libros lo compré a precio de huevo un día de abril de mil novecientos ochenta y cuatro. Volvía del colegio provisto de unas cuantas monedas robadas al bar de mi familia. Con ellas, ardiendo en mi bolsillo, entré a una tiendita que ostentaba el pomposo nombre de Librería Colón, un negocio que más bien era un boliche de baratijas, golosinas y juguetes. Pero los milagros existen y se presentan sin bullicio ni publicidad. En un canasto habían puesto decenas de un volumen azul con una imagen en negativo de un sujeto sentado sobre rieles. Ese libro se titulaba Muertes y Maravillas y su autor –el tipo que aparecía en la portada- lo firmaba como Jorge Teillier.
Años más tarde, en 1994 (los milagros existen), encontré al poeta sentado en la recepción del hotel Continental de Temuco. “¿Cómo amaneciste, Jorge?”-me atreví a preguntarle. “Todavía no amanezco”, me respondió, balbuceando. Su cara revelaba una resaca feroz y sus brillantes ojos de galán francés escrutaban de arriba a abajo las paredes de la añosa hospedería.
Poco después, reunidos en un recinto mapuche, quiso saber si tenía algún poeta favorito. Vallejo, contesté, un tanto cohibido. De inmediato el lautarino recitó a trastabillones un famoso poema del peruano: Idilio Muerto. “Todos los poemas son predecibles - dijo luego- sólo el poeta es un misterio”. Esa fue la última vez que lo vi.
Toda mi generación, sin lugar a dudas, quiso parecerse un poco a Teillier. En Castro, en Ancud, en Puerto Montt, en Osorno, Valdivia o Temuco todos quisimos ser Teillier, los últimos definitivos poetas de la aldea. A mi el intento me costó mil borracheras y mil viajes a ninguna parte. Mil lecturas que nunca terminaron de arraigar y florecer. Y sin embargo el gran lárico -que murió muerto de sed, según Gonzalo Rojas-, me abrió las puertas del vino y de una poesía poblada de vivos y murmurantes espectros. Esenin, René Guy Cadou, Henry Treece, Czeslaw Milosz, Eliseo Diego, Francoise Villón, Alexander Blok, Thomas Edward, Teófilo Cid, Rolando Cárdenas, Paul Eluard, René Char, en fin. El lento fulgor de los astros teillerianos está todavía por descubrirse en los cerrados cielos de La Frontera.
Ahora, en un nuevo y hosco tiempo de horror y callamientos, asediado y bendecido por la compañía de tantos y tantas, yo también escribo para salvar mi alma. Y para agradecer a la tierra en la que empobrezco mis pasos y mi sombra. Y para reparar el daño ocasionado por mis furias y mis penas. Y porque, aunque el umbral de la vejez está cada vez más cerca, ese niño que leía a Teillier frente a un río huilliche en Osorno, aún me sueña, me habla y me conduce –entre guerras, heridas y estallidos- hacia el pequeño, oculto y solitario árbol de la memoria y la luz.
Jugamos en acequias largos años.
El agua del invierno se unía a los meados del villorrio,
al cauce indecente de los sueños.
Jugamos a pescar peces invisibles.
Libélulas y sapos por carnada,
lombrices rojas y amarillas,
moscardones de oro
cazados en un campo de amapolas.
Las ranas croaban día y noche
seguras de morir entre las fauces
de flacas ratas de pradera
o picos despiadados
de lechuzas blancas y voraces.
Jugamos a orinar largo y tendido
contra el sol del mediodía,
a buscar monedas bajo el barro de las zanjas,
a pulir huesos de gatos y de perros
para hacer pitos y flautines
y tocar después bajo el cielo encapotado
la vieja canción de la infancia
en la vía del ferrocarril.

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