PRESENTE, María García Tordesillas

María García Torrecillas tenía 97 años y en 2007 volvió a España por última vez para recoger la Medalla de Andalucía a su excepcional labor humanitaria. La maternidad de Elna salvó la vida a centenares de mujeres republicanas y judías y a sus hijos, bajo el implacable acoso de la ocupación nazi. RAFAEL GUERRERO Sevilla 09/02/2014  
                   

 

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María García Torrecillas y la enfermera suiza Elizabeth Eidenbenz en 1942, poco antes del viaje de la española a México.
María García Torrecillas y la enfermera suiza Elizabeth Eidenbenz en 1942, poco antes del viaje de la española a México.


María, junto a Elizabeth Eidenbenz, directora de la maternidad de Elna, y Felipe, hijo de María, en su último reencuentro, en casa de la enfermera suiza en 2007.

María, junto a Elizabeth Eidenbenz, directora de la maternidad de Elna, y Felipe, hijo de María, en su último reencuentro, en casa de la enfermera suiza en 2007.


 "Eran lo peor que se puede imaginar. Allí no teníamos nada: arena, agua y alambre. Teníamos triple alambrada de púas y los gendarmes, allí parados riéndose cuando te echaban un caballo encima. Eso era el campo de concentración. Mucha miseria, mucha hambre, mucho frío y muchos parásitos que ya no sabías cómo quitártelos".
Esta semana ha fallecido en Monterrey (México) una mujer excepcional, de físico menudo pero con un inmenso corazón, que como medio millón de españoles tuvo que exiliarse para huir del franquismo a comienzos de 1939. María García Torrecillas murió a sus 97 años el pasado lunes, 3 de febrero, después de haberse entregado a los demás allí donde estuvo. En 2007 regresó a Andalucía después de medio siglo en el exilio mexicano para recibir no sólo el cariño de sus paisanos del pueblecito almeriense de Albanchez, sino también el reconocimiento oficial del Gobierno andaluz, cuyo presidente Manuel Chaves la distinguió con la Medalla de Andalucía.
María García Torrecillas salió entonces del modesto anonimato con el que tantas personas de bien restan importancia a la excepcional labor humanitaria que han realizado en su vida. Sus méritos para el reconocimiento fueron sobrados por lo mucho que entregó a los demás, especialmente en la Maternidad Suiza de Elna, en el sur de Francia, donde su incansable trabajo como enfermera voluntaria sirvió para salvarle la vida a cientos de niños y a sus madres, entre refugiadas republicanas españolas y mujeres judías que a duras penas podían huir del implacable acoso de los nazis. También la Cruz Roja almeriense la condecoró por dar tanto cariño y amparo a madres y niños en aquella emblemática clínica montada y dirigida por la enfermera suiza Elizabeth Eidenbenz, su gran amiga.
María García Torrecillas nunca imaginó que sin quererlo iba a pasar a la Historia por su labor como enfermera. Pero la vida da muchas vueltas y más si los tiempos son difíciles y te traen y te llevan sin poder evitarlo. Pero María tenía un espíritu aventurero, heredado de su padre que, perteneciente a una clase acomodada rural almeriense, había recorrido varios países latinoamericanos a principios del siglo XX. Consciente de la apertura de miras que da el viajar, el padre de María se mostró comprensivo cuando su hija le pidió autorización con 20 años para irse a Barcelona a comienzos de 1936, donde ya estaba establecido otro hermano mayor.

Los bombardeos de Barcelona

Del campo a la gran urbe. Fueron pocos meses hasta que se produjo el golpe militar que desencadenó la Guerra Civil. De trabajar en el textil, María tuvo que adaptarse a trabajar en una fábrica de armamento para la defensa de la República. Entonces aprendió a convivir y a sortear los bombardeos de la aviación italiana, hasta que el cerco sobre la Ciudad Condal se estrechó y Barcelona cayó. Entonces se produjo la penosa huida hacia Francia, cuyas autoridades recibieron a esa legión de exiliados de la peor manera imaginable. Campos de concentración en las playas pasando mucho frío y rodeados por alambradas vigiladas por soldados a caballo que atemorizaban a los españoles.
En ese contexto tan inhóspito, María quedó embarazada de su compañero Teófilo. No era el escenario ideal para experimentar la maternidad, pero un ángel se cruzó en su camino. Un ángel llamado Elizabeth Eidenbenz, la enfermera suiza que al comprobar el drama humano de tanta población refugiada se lanzó a buscar recursos para montar un hospital maternal hasta que lo consiguió en una antigua mansión en Elna, cerca de Perpignan.
El encuentro casual con la suiza que le ofreció su centro para dar a luz le cambiaría la vida a María, ya que de simple paciente se convertiría en activa enfermera y mano derecha de Eidenbenz en su gran labor humanitaria.
"Los campos de concentración franceses eran lo peor que se puede imaginar: arena, agua y alambre"
Mientras su compañero Teófilo emprendía rumbo al exilio de ultramar, nació Felipe, su único hijo. Y a partir de entonces, María comenzó a trabajar cuidando recién nacidos sin mirar el reloj y animando a las madres, porque esta almeriense no se limitaba a una atención aséptica ni al horario tasado. "Allí no había horas. A las seis de la mañana yo ya estaba en las cunas, preparando los pañales para que a las siete las mamás empezaran a darles de comer". Lo suyo se convirtió en una pasión vocacional de servicio para salvar vidas y para dar mucho cariño.
Elizabeth dirigía la maternidad de Elna con pulso firme y se apoyaba en María como su mano derecha, convertida en cómplice para jugársela engañando muchas veces a la Gestapo que perseguía sin piedad todo rastro de judías y también de rojas. Dos años y medio estuvo María en Elna, donde nacieron en unas aceptables condiciones higiénicas alrededor de 600 niños que, de otra manera, habrían tenido muchas dificultades para sobrevivir.

El exilio definitivo en México

María quería reencontrarse con su compañero Teófilo en México y decidió marcharse, no sin antes recibir de Elizabeth y sus compañeras de la maternidad una emotiva despedida. Tras una larga y penosa travesía en el Serpapinto, un barco portugués lleno de españoles hambrientos, María y su pequeño Felipe llegaron a México en 1942, pero nadie les espera en el puerto de Veracruz, al contrario del resto del pasaje. Tras días de incertidumbre, apareció su compañero y le espetó que vivía con otra mujer a la que también había dejado embarazada. María, con el corazón roto, decidió cortar por lo sano y afrontar un futuro incierto en un país lejano, sola y con un hijo pequeño.
Sin embargo, pronto salió a relucir su coraje y no tardó en recibir el apoyo de la creciente comunidad de exiliados españoles que le facilitó trabajo como enfermera en una maternidad, donde volvería a asistir a cientos de madres españolas, y sería felicitada por la introducción de métodos de gestión ágiles y efectivos aprendidos en Francia y desconocidos en México. Entretanto, su hijo Felipe fue escolarizado y bien atendido, como un ejemplo más de la excelente acogida que el Gobierno mexicano de Cárdenas ofreció a los españoles que habían huido de la represión franquista. "En México nunca tuvimos problemas. Quizás algún antiguo emigrante, de los que había de antes que, al tener otras ideas, podía pensar que éramos criminales, que éramos gente malísima. Pero sólo esos antiguos emigrantes españoles, porque los mexicanos nos recibieron de maravilla".
Trabajó sin descanso como enfermera cuidando a madres y recién nacidos
María estabilizó su vida así en la capital federal de México, donde conoció a otro exiliado español mayor que ella, José Fernández, con quien acabó casándose y conviviendo felizmente durante medio siglo. María se fijó entonces como objetivo traer a México a sus hermanos, cosa que fue consiguiendo poco a poco. Especial mención merece el reencuentro con su hermano Juan, que había sido condenado a muerte por luchar en el Ejército republicano y que con la pena conmutada y tras haber pasado bastantes años entre rejas, recibió una autorización especial de las autoridades franquistas para cumplir una promesa y visitar el Santuario de Lourdes, lo que aprovechó para liarse la manta a la cabeza con su mujer y viajar a París, desde donde volaría poco después rumbo a México.
María estuvo a punto de morir junto a su marido Pepe en el catastrófico terremoto que asoló la capital mexicana en 1985. Por eso, harta de tener el alma en vilo cada vez que temblaba la tierra en el distrito federal, decidió trasladarse a Monterrey a una casa cercana al domicilio de su hijo Felipe, donde residió y disfrutó de la proximidad con su familia: su hijo, su nuera, sus nietos y sus bisnietos.
María no volvió a ver a sus padres desde que se despidió de ellos con 20 años en 1936
María García Torrecillas lamentó no haber podido acompañar a sus padres en su vejez vivida en su pueblo natal almeriense de Albanchez, ni haberlos podido abrazar antes de su muerte. La última vez que los vió fue cuando se despidió de ellos para irse a Barcelona con 20 años, en enero de 1936. Regresó a España en cuatro ocasiones y la anterior al merecido homenaje recibido en Sevilla fue en 2005, con motivo de un homenaje tributado en Barcelona a su buena amiga Elizabeth Eidenbenz, la directora de la maternidad de Elna, fallecida en 2011 con 97 años.
Como tantos represaliados, perseguidos y exiliados por causa del franquismo, María García Torrecillas decidió publicar en México en 2006, a sus 90 años, un libro con sus memorias titulado Mi Exilio. Descanse en paz este longevo ejemplo de mujer luchadora y solidaria.

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