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ARGENTINA: el abuso sexual de niñas indias:SINIESTRO.

Mientras se debatía en el Senado la Interrupción Voluntaria del Embarazo, mujeres indígenas de distintos territorios alzaron sus voces para hablar de las niñas forzadas a maternar. Desde Salta, Chaco, Tucumán, Formosa y Río Negro, se tejen urgencias de los Pueblos Wichí, Diaguita, Pilagá y Mapuche sobre derechos sexuales y (no) reproductivos. Son relatos de lo que no puede seguir sucediendo y debería cambiar en esta nueva era.
Imagen: Luciana Mignoli

Cae la tarde en un paraje del Impenetrable chaqueño. La tierra, seca. El monte, cerrado.

Dos niñas wichí juegan bajo un espinillo. Una tiene 13 años y la otra 3. Pero no son amigas, ni hermanas. Son madre e hija.

Como a muchas otras niñas del país, a María se le negó el acceso a la Interrupción Legal del Embarazo en 2017, tras ser víctima de abuso sexual. Fue obligada a ser madre a los 10 años. Vivía en un paraje de la zona de Miraflores, a unos 400 kilómetros de Resistencia.

En su historia se entraman complejas capas de vulnerabilidad. Los prejuicios racistas estigmatizan con fuerza a las niñas indígenas. “Es algo cultural”, “a ellas les gusta”. Frases que repiten funcionarios y personal de salud.

En sus cuerpos impactan de manera más brutal las barreras de acceso a derechos sexuales y reproductivos. A la triple opresión -género, clase y etnia-, se le suma la del adultocentrismo que muchas veces no escucha sus voces ni sus gritos.

¿Cómo sigue hoy la vida de María? ¿Pudo retomar sus estudios? ¿El Estado la sostiene? “No sabemos -reveló una fuente del sistema de salud de Chaco-. Fuimos varias veces a verla y nos decían que no estaba, que se había ido. Se libraron varios oficios judiciales. Pensamos que quizás la familia nos estaba mintiendo, pero no: nos enteramos de que cruzó a Formosa con un tío, presunto abusador, y está viviendo allá con él. Pero lo cierto es que hoy el Estado no sabe cómo está María”.

Durante el aislamiento por la pandemia del Covid, se obturó el acceso a la Interrupción Legal del Embarazo (ILE) a otras dos niñas del Impenetrable. Tienen 13 y 15 años, una situación de pobreza extrema y se presume que han sido víctimas de explotación sexual. Habían expresado su voluntad de interrumpir el embarazo y, tras la consejería en opciones, se definió su traslado al Hospital Perrando de Resistencia, porque tenían un embarazo mayor de 12 semanas. “Y allá, cuando estaban siendo derivadas para la práctica, las vuelven a entrevistar. Eso ya es violencia. Entonces interpretan que ahora no querían y no le hicieron la práctica. Las dejaron tiradas en el hospital. Lloraban que querían volver a su casa. Y las tuvieron que ir a buscar en ambulancia”, dijo la misma fuente que pidió mantener su nombre en reserva.

En el Hospital de Castelli, cabecera del Impenetrable, casi todos los médicos son objetores de conciencia. Y cuando llega alguien para practicarse una ILE, la internan en la misma sala de las que están pariendo.

“Embarazaditas”

Argentina es un país racista y pluricultural. Parecen antónimos, pero conviven. Racista, porque este Estado-Nación se constituyó a partir de un genocidio indígena que continúa negado. Pero a su vez, reconoce al menos a 36 pueblos indígenas que habitan dentro de sus actuales fronteras. Cada pueblo y cada comunidad tendrá sus propias formas de entender la salud, la sexualidad, los géneros. Cosmovisiones que no son monolíticas, si no que tienen variaciones en cada territorio y comunidad, de acuerdo a sus trayectorias y contextos.

“Acá hay muchas niñas madres. Son cosas difíciles de hablar. Pibas de 13 o 14 años cuya pareja cogestante tiene 40. Entonces ahí hay un abuso, porque hay una desigualdad de conocimiento, de poder. Y el sistema de salud, nunca pregunta la edad del cogestante. Está tan naturalizado que usan un término especial para hablar de niñas y adolescentes indígenas embarazadas: ´embarazaditas´. Es horroroso”.

Quien toma la palabra es Tujuayliya Gea Zamora, la primera médica wichí del país. Se formó en Cuba, trabajó en Buenos Aires y hace unos meses volvió a su territorio, Santa Victoria Este, Salta. Su mamá, Octorina Zamora, es una referente en la lucha contra el abuso sexual en grupo por parte de criollos hacia niñas y jóvenes indígenas, que también se conoce como “chineo”.

La médica wichí advierte que “es más fácil denunciar los abusos de criollos que de los propios indígenas. Porque también existe el abuso dentro de las comunidades. Se relativiza constantemente la violación perpetrada por hombres indígenas diciendo que forma parte de costumbres ancestrales. Eso es igual a decir que los indios son violadores y que a las indias nos gusten que nos violen porque forma parte de nuestra cultura”.

Gea Zamora asegura que en el departamento de Santa Victoria -donde el 75 por ciento de la población es indígena- llega toda la canasta de anticonceptivos de Nación y que lo que más se utiliza son los implantes subdérmicos. “El recurso está pero mis colegas no están formados en derechos sexuales y reproductivos. En pandemia no se han hecho ligaduras de trompa acá. Le suspendieron la cita a muchas mujeres y algunas ahora están embarazadas”, cuenta y detalla que “en mi Hospital directamente nunca se hizo una ILE”.

“Una vez -recuerda- iba en una camioneta hablando de cuántas ILE hacíamos en el centro de salud donde yo trabajaba en Buenos Aires. Y abrían los ojos así. Una enfermera me dijo: ´yo pensé que te iban a echar, nunca escuché a una médica hablando de aborto´. Pero yo soy ´gallita´, me impongo y le digo que es un derecho”.

No abortarás

Noolé Cipriana Palomo es la presidenta del Consejo de Mujeres de la Federación Pilagá de Formosa. Vive en Pozo del Tigre, a 260 kilómetros al noroeste de Formosa Capital y es una dirigente indígena de enorme trayectoria. Para ella, “hay muchas chicas que se quieren cuidar, que quieren usar anticonceptivos. Pero la religión tiene mucho que ver para que eso no pase. Les dicen que los métodos están mal, que engordan, que te deforma el vientre. Le llenan la cabeza a la mayoría de las mujeres indígenas jóvenes que se quieren cuidar. En la salita tenemos anticonceptivos. Las mujeres van y buscan, pero sus familias les prohíben usarlos por la religión. Lo que pasa es que ellas no quieren tener tantos hijos. Pero nadie las escucha”.

A las barreras que imponen los credos, también se suma el racismo de las instituciones estatales: “Hace tres años violaron acá a una nena pilagá discapacitada. Tenía 13 y era de comunidad Qompi. Los familiares hicieron la denuncia, quisieron interrumpirlo, pero nada de eso sucedió: igual tuvo el bebé”.

“Cuando algo así le tocó a mi familia -confiesa-, me di cuenta de por qué la gente no denuncia las violaciones: porque es realmente durísimo. Primero, la policía no manda el expediente al juzgado. Te lo deja una semana, quince días. La Justicia dice que vos tenés derecho. No es así. Si sos pilagá y sos pobre, la Justicia es inaccesible”.

En la otra punta del mapa, en la meseta patagónica de Río Negro, una trabajadora de salud mapuche que prefiere mantener su nombre en reserva asegura que allá también “está muy fuerte la cuestión de las iglesias” y explica que “hay todo un proceso de evangelización en la Línea Sur, que impacta en la organización de la vida de las mujeres. Pero aún así, hemos insistido que hay una práctica legal y eso ha permitido que muchas mujeres puedan pedir ILE. Antes era impensable”.

La trabajadora aprovecha sus rondas y se pone a hilar con las campesinas para hablar de derechos sexuales y reproductivos. Va tejiendo complicidades. En su relato, también aparecen femicidios, abusos sexuales a niñas mapuche y un fuerte mandato social en relación a la maternidad: “Yo quiero que a esa adolescente se le respete su decisión, sea la que sea. Son sus derechos sexuales y reproductivos. Si quieren tener hijos o no. Cuántos hijos quiere tener, con quién tenerlos. Son cuestiones muy primarias pero muy complejas por las situaciones de violencia, por cómo arrasa el patriarcado en nuestras localidades. Acá la maternidad es el único destino”.

“Creo que si se legaliza el aborto -continúa-, va a generar otra apertura. Venimos de un tiempo donde se le pedía autorización a los maridos para que la mujer se pudiera hacer una ligadura de trompas. Mujeres que pasan treinta años con parche, DIU, pastillas. Una sobrecarga en nuestros cuerpos. Pero ofrecer vasectomía, no. De eso no se habla”.

En la Línea Sur, así como en otros lugares del país, cuando profesionales de salud son objetores de conciencia se articulan con médicos que están a 100 kilómetros de distancia para poder recibir atención. Eso complejiza mucho las cosas. Para el acceso a ILE y a ligadura de trompas, también. Porque la mujer que decide esas prácticas tiene que viajar y en general los varones del campo se van en grupos a esquilar ovejas. ¿Quién la acompaña a la mujer? ¿Cómo hace si tienen más hijes? El Estado ni se lo pregunta. Y muchas terminan sin acceder a esa práctica.

Por una tablet

Verano de 2019. Tucumán era noticia por haber dilatado la interrupción del embarazo de la niña conocida como “Lucía”: llegó con 16 semanas de gestación, tuvo dos intentos de suicidio y fue obligada a parir por cesárea. Mientras tanto, otra noticia de esa misma provincia no salía a la luz: se le impidió el acceso a la ILE a una niña diaguita de 10 años.

La niña y su madre expresaron su voluntad de interrumpir el embarazo. Organizaciones feministas de Tucumán se contactaron para acompañarlas. “Pero fue una carrera con las mujeres de acá que le prometieron una casa para que no abortara. La madre no sabía qué hacer. ´Nosotras las vamos a acompañar al hospital´, nos dijeron. Pero resulta que no le dieron tiempo y se la llevaron directamente a Tucumán. La tuvieron en un hogar hasta que llegara a término. Y la hicieron parir”.

Laura Liendro es enfermera, docente jubilada y delegada de la Comunidad India Quilmes de Pichao, en el noroeste de la provincia de Tucumán, casi en el límite con Salta y Catamarca. Se le inyectan los ojos de bronca y dice que se quedó “sin piso” cuando se enteró de la violación de esa nena de diez años de su comunidad.

Durante su gestación en la capital tucumana, la comunidad se quedó sin ninguna noticia. La dirigente asegura que “el Siprosa -Sistema Provincial de Salud- la convenció de que no abortara” y detalla: “Le dije a la jefa de agentes sanitarios de Amaicha del Valle que no estaban cumpliendo las normas ILE. 'Yo soy católica, con esas cosas yo no', me dijo”.

“Parió la chiquita”. El gobierno tucumano le hizo una casa. El violador, un tío de la niña, está en la cárcel. Ella hoy tiene 11 años, va a la escuela y está maternando. Le cambió su fisonomía. En el pueblo dicen que es “una mujercita”.

“A otras chicas -cuenta la dirigente- le prometen una tablet por continuar con el embarazo. ¿Lo podés creer? Tucumán es el país del nunca jamás. Es muy denso. Acá es el reino de los machos. Eso se respira continuamente. No hay educación sexual en las escuelas. No sé, el sistema querrá que los indios empecemos a desaparecer”.

Racismo

La violencia sexual contra las niñas y adolescentes indígenas es un tema de preocupación frecuente en la agenda de derechos humanos, pero –quizás por el racismo estructural que nos atraviesa como sociedad- muchas de estas temáticas a veces no logran la misma visibilidad en nuestras agendas feministas y mediáticas.

La historia de LNP tuvo trascendencia internacional, una joven qom violada en 2003 por tres varones criollos en El Espinillo, Chaco. Cuando los denunció, fue maltratada en el centro de salud y en la comisaría. Aunque se había probado el acceso carnal, una aberrante sentencia absuelve a los imputados en un juicio plagado de irregularidades, prejuicios de género y discriminación étnico racial. El caso llegó a la Corte Interamericana de la OEA. En 2008, el Gobierno nacional y el de la provincia de Chaco reconocieron su responsabilidad por las violaciones de derechos humanos cometidas y debieron pedirle perdón.

Los últimos datos del Ministerio de Salud de la Nación indican que durante 2018 hubo en la Argentina 685.394 nacimientos, de los cuales 87.118 fueron de niñas y adolescentes menores de 20 años. De esos partos, 2350 correspondieron a niñas y adolescentes de entre 10 y 14 años. ¿Y cuántas de esas niñas y adolescentes son indígenas? No sabemos. Las estadísticas en salud en nuestro país sólo ofrecen datos por provincia pero no se consulta ni registra la pertenencia étnica.

Cada seis minutos una adolescente entra a una sala de partos en la Argentina. Y cada día, lo hacen siete niñas menores de 15 años. En provincias del Norte -como Chaco, Formosa o Misiones-, este porcentaje es aún mayor: uno de cada cinco nacimientos corresponden a niñas y adolescentes de entre 10 y 19 años. Estos datos forman parte de la Campaña Puedo Decidir, que desarrolló la Fundación para Estudio e Investigación de la Mujer (FEIM), UNICEF, Amnistía Internacional Argentina, FUSA, el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA), Fundación Huésped y otras.

Cuerpo y territorio

La dirigente diaguita Laura Liendro es vehemente al hablar y no tiene medias tintas: “A mí las feministas me parecían un plomazo -confiesa-. Yo quería ser princesa. Mirame ahora. Con la pandemia estuvimos cortando la ruta para reclamar al gobierno. Y hace un tiempo logramos sacar al director del Centro de Atención Primaria de la Salud (CAPS) por violador”.

Se refiere a Eugenio Guantay, que durante veinte años fue director y médico del único CAPS de la zona, en Colalao del Valle, a unos 10 kilómetros de Pichao. “Era el único médico que atendía acá. Ahora está esperando juicio. Las chicas no iban. Hasta que una por suerte habló. Y detrás de ella, salieron otras tres. Una de ellas era menor. Y todas eran de la Comunidad India de Quilmes”.

¿Qué pasa cuando una indígena trabaja como médica en el sistema de salud? “Y, yo siento tensión –admite Tujuayliya Gea Zamora-. Mis colegas enseguida culpan a la familia. La interculturalidad queda en lo discursivo y termina siendo una suerte de mote, de adorno. Tenemos que ponernos a discutir qué hacemos, cómo lo hacemos, cómo tratamos a los demás. Saber que hay otro cultural que no es igual que vos, que no necesita lo mismo que vos. Todos estudiamos el conocimiento hegemónico sin tener en cuenta las particularidades y saberes de los territorios, que son diversos”.

Territorios que, según la trabajadora mapuche de Línea Sur, Río Negro, han sido recuperados por “mujeres indígenas y campesinas” a las que se las victimiza pero “se desconoce todo el valor y toda la fortaleza que tienen. Ellas ponen el cuerpo en recuperaciones de tierras ancestrales. Han sostenido la lucha. Hubo muchas migraciones forzadas a ciudades para el trabajo doméstico, pero algunas han vuelto. Y vamos tratando de recuperar parte de la historia. Es un camino de lucha y de reencuentro. Con el cuerpo y con el territorio”.

En la escuela, la comisaría, el juzgado. En la salita, la iglesia, el hospital. El poder del Estado avasallando los cuerpos de niñas, mujeres y adolescentes indígenas, que lejos de rendirse siguen de pie luchando -como dice el Feminismo Territorial Mapuche- por ta iñ kalvl, ta iñ mapu, ta iñ jvzkun (nuestros cuerpos, nuestra tierra, nuestros abortos).

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