USA:Allen v. Farrow en HBO: el dedo en la llaga
La primera película que recuerdo haber visto de Woody Allen fue Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar: yo debía tener 12 años y estaba fasinada. Como muchxs siempre tuve una relación afectiva, de identificación con su cine, y también con él. Y desde que tengo uso de razón, Allen siempre había sido ese genio querible que se había casado con la joven hija de su ex y había estado involucrado en algunas denuncias, de las que había sido absuelto. Qué decir, en esa época, nada fuera de lo normal. El problema siempre es la norma.
Bastaba con que dijera algo elocuente, divertido, perspicaz, un poco corrido, siempre enredado, para que fuera corrido del ojo de la tormenta. El antihéroe neurótico, el varón melancolizado llevado al extremo. Todo funciona aparentemente bien hasta que alguien habla y enuncia una injusticia. Y escucharla no es fácil. Hablar sobre Woody Allen no fue fácil. Habitar la contrariedad, la incomodidad de quien no puede decir lo obvio, no puede poner en palabras lo innegable, un empuje al silencio.
Hablar de abuso es siempre entrar en un terreno incómodo. Es producir molestia. Es violentar las aguas que parecen calmas. Cuándo se habla de abuso se suele individualizar o psicopatologizar como si esos actos estuvieran "afuera" de la sociedad en la que vivimos. Y no como algo que es parte y que está siempre mucho más acá, siempre más familiar que ajeno. Está en nuestra educación sentimental y en nuestra cotidianidad, en nuestra historia como sociedad. Pero no podemos callar más. Hablar no solo sirve para dar existencia sino también para transformarla y Allen v. Farrow viene a habitar esa zona de conflicto.
La historia documentada
Allen v. Farrow es una serie documental de cuatro episodios dirigida por Amy Ziering y Kirrby Dick, emitida por HBO. Ya estrenados los primeros dos capítulos, la serie, a través de testimonios de la familia Farrow, fotos, videos caseros, audios del libro autobiográfico de Allen, fragmentos de películas y el relato en primera persona de Dylan Farrow -hija adoptiva del director y la actriz-, cuenta el caso de abuso que sufrió Dylan por parte de su padre adoptivo Woody Allen, la relación de él con Mia Farrow, sus hijxs, y su posterior relación con Soon-Yi Previn. Así también problematiza el hecho de pensar la culpabilidad de una figura pública y querida en el mundo del arte y la cultura.
Farrow y Allen se conocen en 1979 y se separan en 1992. En el mismo año la actriz lo denuncia por abusar a la hija adoptiva de los dos, Dylan, después de que una institutriz le contara que había visto al padre de la niña con la cara entre sus piernas.
Antes de su separación, la actríz había encontrado unas fotos de una de sus otras hijas adoptivas, Soon-Yi, desnuda, en el departamento del director; quien le confiesa tener un vínculo con la joven. Posteriormente Allen inicia una relación con ella, que en aquel momento tenía 19 años y con la que finalmente se casa en 1997.
Luego de la denuncia, y transcurrido el juicio, que tuvo varias instancias, en marzo de 1993, una junta médica estableció que Dylan no había sido abusada, y el director fue absuelto por falta de pruebas. Sin embargo, Mia Farrow ganó en los tribunales la custodia de sus hijos.
Las contestaciones de Allen en respuesta al documental no tardaron en hacerse públicas a través de su portavoz. "El documental no tiene interés de verdad, está plagado de falsedades" argumenta el director, quien siempre se ha defendido (incluso en el juicio por la denuncia de abuso) diciendo que Dylan había sido adoctrinada por su madre para hacer esas acusaciones después de haberse enterado de la relación que él mantenía con Previn, la hija adoptiva de la actriz. Se escucha entre líneas, se leen ciertos comentarios, "Mia estaba resentida", "Lo hace con intención de desprestigiarme porque estaba celosa".
La voz de la que denuncia siempre es una voz, de la que ante todo, mejor dudar. La madre resentida. La niña adoctrinada. Pero los efectos son reales. Están ahí, anunciando algo. ¿Quienes detentan el monopolio de la credibilidad y del juicio a la duda? ¿Todo cuerpo está en igualdad de condiciones para que su palabra sea escuchada como "lo verdadero"?
Espacio público, espacio privado
Hablar es ocupar un espacio. Y la posibilidad de ocupar espacios no es igual para todxs. Las subjetividades feminizadas aprendimos a usar nuestro cuerpo para no molestar, para agradar y complacer. A no ocupar espacio con nuestra voz. Dudar ante todo de lo que sentimos. Callarnos por temor a la represalia. Callarnos porque nuestro sentir no basta para tener credibilidad. Mejor hacer silencio, bajar la cabeza, seguir adelante.
Enunciar un sentimiento es hacer público un estado que se pretende privado. Pero lo público en la historia del occidente moderno no fue por derecho un lugar que las existencias feminizadas pudimos ocupar. Las mujeres quedamos replegadas al trabajo doméstico, el ámbito de la reproducción; imposibilitadas de detentar el derecho de lo público, lo civil, lo político, el terreno de los pactos y contratos sociales. El ámbito privado, lo pasional. Locas, frígidas, intensas, santas. Nunca racionales. O por defecto biológico o por mandato de dios.
La masculinidad tuvo que ver entonces con el poder público de la conquista, de tierras y cuerpos. El poder de la palabra autorizada y la legalidad. Hacer del cuerpo-territorio, la otredad a colonizar, fue costumbre, mandato y parte del funcionamiento social. Y todavía por lo que vemos, sentimos, y escuchamos, sigue siendo igual.
El valor y la credibilidad de la palabra de un cuerpo feminizado siempre está en juicio de duda. La verdad entonces muy lejos de ser algo que se puede palpar es producción de poder.
Verdad y poder
A pesar de la desestimación de la denuncia, Mia relata su experiencia, Dylan habla de su abuso. Sus palabras producen un temblor. Es la verdad del cuerpo que está ahí y deja marcas, signos, símbolos con los que arma un relato posible para existir.
Dylan nombra la incomodidad arrolladora, el miedo a la presencia invasiva y por momentos monstruosa de su papá, la culpa por sentir que ella estaba equivocada o errada en lo que sentía. Relatos de escenas precisas y recuerdos vividos, la mano de su padre en su genital. No es una re significación fantasmática y edípica de una escena de amor. No hay duda. No hay lugar a la pregunta. Es una verdad.
El poder designar que allí hubo opresión inaugura otro relato distinto al relato hegemónico. Un lugar para ese sentir aberrante de una niña que no encontraba en aquellos momentos las palabras para nombrar.
Y no es un tema de moral ni puritanismo. No me refiero a la búsqueda de un estado de pureza de la cosa. La existencia se despliega también ahí en la desorientación, lo borroso, lo imperfecto; donde la palabra no significa lo que significa y no llega nunca a decir con totalidad. Eso tampoco está en duda. Pero acá estoy hablando de política y de salud.
Poner palabra, hacer justicia, ser feminista
Sara Ahmed en Vivir una vida feminista, dice que el feminismo empieza con una sensacion, con un sentir de las cosas. Y una sensación es el modo en que un cuerpo entra en contacto con un mundo. El feminismo implica redescubrir y re describir el mundo en el que estamos. Hacer memoria, archivo e historia de nuestras sensaciones. Dice: "las vísceras tienen su propia inteligencia". Entonces nombrar esa sensación es un acto político. Ponerla al servicio de un relato colectivo, de una historicidad, de un conjunto de cuerpos, darle un sentido.
Una paciente víctima de abuso infantil me dijo una vez:"no tengo certeza de nada. Mi cuerpo ya no funciona como una verdad". Entonces ¿Hay otra verdad que no sea esa verdad del cuerpo que se afecta y arma un mundo?
Hacer de esa inteligencia visceral una ética. Hacer hablar al cuerpo. Poner la palabra que falta. Esa palabra que ajusticia, determina o legisla. La palabra que adjudica esa certeza inconfundible. ¡Ahí no hay duda! Darle estatuto de verdad, hacerla pública, es armar un mundo en donde la opresión no sea mandato divino, ni destino natural.
La verdad de un cuerpo sometido, arrasado, sin poder de escape. La verdad de las vísceras, de la piel que se eriza, las venas que laten, del estómago que se retuerce. ¡Que hable la verdad de la carne!
La palabra que nombra que aquello que está ocurriendo es un abuso, es la terceridad que pone límite al apoderamiento del cuerpo. Es la posibilidad de la ternura, y no como un adjetivo sino como territorio indispensable para el despliegue de una vida.
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