Vanessa Springora desata un escándalo cultural en Francia con su libro "El consentimiento"
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El affaire Matzneff fue tapa de diarios y ocupó horas de radio y televisión
Vanessa Springora desata un escándalo cultural en Francia con su libro "El consentimiento"
En
1977, muchos intelectuales y escritores franceses pidieron públicamente
por la liberación de tres hombres acusados de pedofilia. El redactor de
la carta era Gabriel Matzneff, escritor entonces conocido, provocador y
brillante. Hoy ya los franceses no lo recuerdan mucho pero la
publicación de El consentimiento (aun sin traducción al castellano), de
la editora Vanessa Springora, abrió la caja de Pandora de la pedofilia y
su frecuente apología entre cierta elite artística e intelectual de su
país. Ella cuenta su relación con Matzneff, cuando él tenía 49 años y
ella 13. Ahora es el tiempo del debate con el brusco cambio que el tema
del consentimiento en general ha cobrado en todo el mundo con el impulso
feminista, que aún encuentra muchas resistencias en Francia, sobre todo
cuando algunos creen que toma parámetros norteamericanos.
Una
década después del Mayo Francés, todavía pululaban los reflejos
libertarios del “prohibido prohibir” y una carta abierta en el diario Le
Monde pedía la excarcelación de tres hombres acusados de tener
relaciones sexuales con chicos menores de 15 años. Entre las personas
firmantes estaban Simone De Beauvoir, Jean Paul Sartre, Roland Barthes,
Gilles Deleuze y el escritor Philippe Sollers, por nombrar a los más
conocidos. Todos apoyaban la causa y la reforma del Código Penal:
había que liberarlos porque se los estaba juzgando desde una moral
judeocristiana a combatir. Nada más notable que sacar a los más jóvenes
de las lógicas familiares opresivas y darles su derecho al goce. Hubo
una gran ausencia entre los firmantes: Michel Foucault, quien
públicamente había exigido varias veces la modificación del Código y
criticado el concepto jurídico de consentimiento, se negó a participar. El
redactor de la carta era Gabriel Matzneff, un escritor prolífico y
provocador, dandy de buhardilla de Saint-Germain de Près que estaba en
el apogeo de su visibilidad y abogaba por estas prácticas. Muy poca
gente recordaba esta carta abierta de firmas famosas y las nuevas
generaciones no tenían idea de quién es Matzneff, pero su obra y, sobre
todo su accionar, volvieron con la fuerza de lo reprimido en las últimas
semanas desatando un vendaval entre la intelectualidad francesa. El detonante fue el anuncio y publicación de Le consentement
(El consentimiento), un libro de memorias o “novela documental”, donde
la editora Vanessa Springora cuenta al detalle su relación con “M”,
cuando ella tenía 13 años y él 49.
El libro, que vendió 65 mil copias sólo en la primera semana, es un testimonio crudo, inteligente y bien documentado de una persona rota. Pero lo que agitó a tantos escritores y sobrevivientes de la época no fue el testimonio puntual de una relación abusiva de dos años sino que ese vínculo – y todas las prácticas de Matzneff- eran avaladas e incluso celebradas públicamente por sus contemporáneos, muchos de ellos vivos aún. El affaire Matzneff fue tapa de revista de los diarios franceses más importantes; ocupó horas radiales y televisivas y derramó en la prensa internacional cuando, a principios de enero, tan sólo un día después de la salida del libro, la Fiscalía de París abrió una investigación de oficio al escritor por presunta violación. Mientras la opinión pública debatía si feminismo o puratinismo, si abuso sexual o usanzas de otra época, la editoral Gallimard retiraba de circulación la obra del escritor de 83 años, una decisión que no había ocurrido en sus 140 años de existencia. “¡Censura!”, exclamarían algunos. Pero fueron los menos y lo hicieron en voz baja, porque los tiempos cambiaron, incluso para la cultura francesa y su vínculo esquizofrénico con los feminismos. Hay que recordar que cuando el Me too explotó en Francia en 2017 con el lema propio #Balancetonporc (denuncia a tu puerco) hubo una resistencia feroz. Mientras se destapaba una olla de abusos que salpicaron desde el periodismo hasta el mundo del espectáculo y la política, cien mujeres famosas, entre ellas actrices icónicas como Catherine Deneuve y la escritora Catherine Millet, publicaron un manifiesto en contra del movimiento que veían, no sólo como moralizante y punitivista sino – y acá está la clave- como una movida extranjerizante. Una carta bastante parecida a la que publicó Matzneff 40 años antes pidiendo la liberación de los tres hombres.
Francia siempre estuvo muy orgullosa de su espíritu de seducción e históricamente ha tenido una relación de amor-odio con la cultura norteamericana, entre la fascinación y el desprecio por lo que considera una cultura grotesca y puritana. Pero estos últimos tres años fueron de una intensidad inusitada para los debates en torno al consentimiento y a pesar de los lloriqueos de Michel Houellebecq y de sus amigos contra el feminismo, se llegó a una suerte de consenso de que galantería es machismo, de que el abuso sexual va más allá de una violación y de que hay ciertos límites que mejor no cruzar, incluso para el parnaso del arte y la literatura. Y uno de esos límites es la pedofilia. Entonces la publicación Le consentement llega en un momento clave. El eje del debate no fue tanto si Matzneff es un ser despreciable por haber sido un pedófilo toda su vida – práctica que desnudaba en sus ensayos y diarios- sino si era posible juzgar con la mirada actual las “modas” de otro tiempo. El problema – uno de ellos- es que el asunto Matzneff dejó en evidencia la complicidad de un medio cultural y artístico que todavía tiene sobrevivientes.
Prohibido para menores
“Pienso que los adolescentes, los chicos jóvenes, digamos de entre 10 y 16 años, están quizás en la edad en que las pulsiones afectivas y también las pulsiones sexuales son más fuertes porque son nuevas. Y creo que no hay nada más bello y fecundo para un o una adolescente que vivir un amor. Sea con alguien de su edad (…) pero también con un adulto que lo ayude a descubrirse a sí mismo, a descubrir la belleza del mundo creado, la belleza de las cosas”, dice un pasaje de su ensayo Les moins de 16 ans (Los menores de 16 años), un libro que presentó en 1975 en el programa Apostrophes, un clásico de la televisión francesa del que sería asiduo. Allí, impune y al aire, revelaba sus gustos por los más jóvenes mientras era aplaudido por el crítico literario y conductor Bernard Pivot, y los otros invitados. Con la publicación de Le consentement, el periodismo salió a buscar a cómplices de esa época. Muchos se llamaron al silencio – el caso de Sollers y ex editores de Le Monde- pero otros salieron a defenderse. En su cuenta de Twitter, donde tiene más de un millón de seguidores, Pivot escribió: “En los años ’70 y ’80, la literatura estaba antes que la moral; hoy en día la moral está antes. Moralmente es un progreso”. Este tuit (que lleva implícita la parte “literariamente es un atraso”) va al núcleo de una polémica falaz: la vinculación entre la moral y el arte. La sociedad francesa siempre se ufanó de separar estos campos, pero al hacer la distinción en realidad los está poniendo al mismo nivel, como si actos y representación fueran lo mismo. Como si mantener relaciones con púberes fuera igual que escribir novelas sobre pedofilia. El tema es que Matzneff, presentado como heredero de Henry de Monthérlant y André Gide – ambos conocidos por sus gustos por los chicos bien chicos-, erudito en filología clásica y amante de las tradiciones grecolatinas, no vivió en la Grecia Antigua sino que habita la nuestra. Y no sólo la habita, sino que hasta no hace demasiado era públicamente recompensado por su labor. En 2013 recibió el premio Renaudot, el más importante de las letras francesas, por una recopilación de sus ensayos filosóficos y hasta el año pasado se fueron publicando de forma sistemática catorce volúmenes de sus diarios íntimos donde detalla todas sus relaciones con niños y adolescentes y su amor por los “culos frescos” . También estas últimas semanas, el público se enteró de que desde hace una década recibe una pensión del gobierno francés y vive en un departamento donado por la Municipalidad. Mientras el ministro de Cultura salía a denostar públicamente el accionar de Matzneff, le seguía pagando el alquiler. Difícil para las víctimas denunciar o tan sólo intentar olvidar a su abusador cuando todo el campo literario y mediático lo protegía. Tanto los diarios Libération como Le Monde (del que fue columnista) le sirvieron durante muchos años de escudo frente a viejas denuncias y rumores. Hasta hoy ninguna de sus víctimas había tenido la posibilidad y el poder para dejarlo en evidencia. Pero Springora, la autora de Le consentement, no es cualquier persona: acaba de asumir como directora de Julliard, la misma editorial que publicó en los ‘70 la obra de Matzneff.
Tomar la palabra
A los revolucionarios sexuales de Mayo del ’68 , quienes se preguntaban qué significaba realmente el concepto de consentimiento y si se podía traducir a nivel jurídico, Springora les contesta con su historia. Su libro autobiográfico no es sólo un ajuste de cuentas personal, catarsis argumentada, sino una reflexión sobre la desigualdad en los vínculos sexoafectivos y las trampas culturales que posibilitan esas relaciones. Springora conoció a Matzneff en una cena con amigos de su madre, una mujer que pertenecía al mundillo editorial. Era una púber recién abandonada por un padre violento, llena de inseguridades e ideales románticos. En un altillo parisino, rodeada de escritores y artistas, esta chica de cutis grasoso fue mirada por un hombre con atención- y deseo- por primera vez en su vida y quedó cautivada. Matzneff, que tenía casi cincuenta años y un aire juvenil a pesar de su pelada brillante, la envolvió con cartas secretas y encendidas. A las pocas semanas la chica de 13 era penetrada analmente – porque así lo prefería el escritor- en un estudio de los Jardines de Luxemburgo. Estaba excitada y enamorada. No podía creer estar viviendo un amor tan intenso y profundo con alguien así de imponente. Prohibido y épico, como el de las novelas. Su madre se opuso cinco minutos pero después la dejó ser. Al fin de cuentas Matzneff era un escritor reconocido y era un lujo pertenecer a su círculo, no importaba bajo qué circunstancias. La relación entre Springora y el escritor duró dos años y a los pocos meses se fue transformando en una pesadilla de manipulación y control. Después del subidón narcisista del inicio, la chica fue perdiendo lo poco que tenía de autoestima y quedó a la deriva, destruida psíquica y físicamente. Sólo pudo cortar el vínculo cuando se enteró de que su novio mantenía varias relaciones simultáneas con otras adolescentes y viajaba a Filipinas para tener sexo con chicos de 11 años a cambio de útiles escolares. Todo el mundo estaba al tanto y a nadie parecía importarle demasiado. Springora tardó décadas en rearmar una vida y en admitirse a sí misma que el consentimiento no es el momento de decir sí sino un terreno en el que se puede quedar empantanada. Hasta el día de hoy le cuesta ubicarse en el lugar de víctima porque quedarse allí es negar que lo que sintió fue real, que su deseo era legítimo, no sólo una manipulación de un psicópata. Uno de los momentos más honestos del libro es cuando reflexiona acerca de una posible tercera vía. Algo así como un camino taoísta entre el consentimiento y el no consentimiento. “Con catorce años no se supone que un hombre de cincuenta me espere a la salida del colegio, ni vivir con él en un hotel, ni encontrarnos en su cama, con la verga en la boca a la hora de la merienda. De todo esto soy consciente. A pesar de mis catorce años no estoy desprovista completamente de sentido común. De alguna manera hice de esta anormalidad mi nueva identidad. Y a la inversa, cuando alguien no se sorprendía de mi situación, tenía la intuición de que mi mundo giraba al revés. Y cuando años más tarde, los terapeutas se ensañaron en explicarme que fui víctima de un predador sexual, tampoco me parecía que ahí estuviera la “vía del medio”. Ninguna de las opciones era del todo adecuada. Todavía no terminé con esa ambivalencia”.
En Le consentement aparece también el esfuerzo por entender la cabeza del pedófilo y un descubrimiento: Matzneff fue abusado por un hombre (el diría “iniciado”) a la misma edad de sus víctimas. Pero él lo naturalizó y se quedó varado psicológicamente en esa edad, recomponiéndose a partir de la escritura y sus propias relaciones, que no consideraba abusivas. El clima de época y sus filiaciones literarias complotaron con eso. En este sentido el libro de Springora funciona como un repaso de la historia de la tolerancia a la pedofilia en Francia y finalmente – y quizás la parte más jugosa- como un ensayo sobre el poder de la escritura. A Springora le encantaba escribir pero Matzneff empezó a desposeerla de sus palabras, le escribía los ensayos literarios del colegio, la convirtió en personaje de sus libros. Volviéndola ficción no sólo la despersonalizó sino que le sacó todo impulso creativo, cualquier posibilidad de ser o de inventarse. Durante la mayor parte de su vida, Springora sintió que no tenía voz, entre otras cosas. Con este libro parece recuperarla.
UN FRAGMENTO DEL LIBRO DE VANESSA SPRINGORA
El rol de benefactor que le gusta adjudicarse G. en sus libros consiste en una iniciación de los jóvenes a las alegrías del sexo por parte de un profesional, de un especialista emérito, un experto. En realidad este talento excepcional se limita en no hacer sufrir a su partenaire. Y cuando no hay sufrimiento ni oposición, se sabe, no hay violación. Toda la dificultad de la empresa consiste en respetar esta regla de oro y nunca infringirla. Una violencia física deja un recuerdo contra el que rebelarse. Es atroz, pero sólida. El abuso sexual, por el contrario, se presenta de forma insidiosa y desviada sin que se tenga claramente conciencia. De hecho, no se suele hablar de “abuso sexual” entre adultos. De abuso de “debilidad”, sí, hacia una persona mayor, por ejemplo, una persona leída como vulnerable. La vulnerabilidad es precisamente ese ínfimo intersticio por el cual los perfiles psicológicos como el de G. pueden inmiscuirse. Ese elemento vuelve la noción de consentimiento tan tangencial. Muy seguido, en el caso de abuso sexual o abuso de debilidad encontramos una misma negación de la realidad: el rechazo a considerase una víctima. Y, en efecto, ¿cómo admitir que una fue abusada cuando no podemos negar haber consentido? Cuando, además, sentimos deseo por ese adulto que se aprovechó. Durante años me debatí yo también con esta noción de víctima, incapaz de reconocerme en ella.
La pubertad, la adolescencia, en esto G. tiene razón, son momentos de sensualidad explosiva, el sexo está en todo, el deseo desborda, nos invade, se impone como una ola, debe encontrar satisfacción inmediata y sólo espera un encuentro. Pero algunas distancias son irreductibles. A pesar de toda la buena voluntad del mundo, un adulto es un adulto. Y su deseo una trampa en la que no puede encerrar al adolescente. ¿Cómo uno y otro podrían estar al mismo nivel de conocimiento de su cuerpo y sus deseos? Además, un adolescente vulnerable buscará siempre el amor antes de la satisfacción sexual. Y a cambio del afecto al que aspira (o de una suma de dinero que necesita su familia), aceptará convertirse en objeto de placer, renunciando durante mucho tiempo a ser sujeto, actor y amo de su sexualidad.
Lo que caracteriza a los depredadores sexuales en general, y a lo pedocriminales en particular, es la negación de la gravedad de sus actos. Tienen la costumbre de presentarse sea como víctimas (seducidas por un niño o por una mujer), sea como benefactores (que sólo hicieron el bien a su víctima).
En Lolita, la novela de Nabokov que leí y releí después de conocer a G. asistimos, al contrario, a confesiones confusas. Humbert Humbert escribe su confesión desde el fondo de un hospital psiquiátrico donde va a morir justo antes de su juicio. Está lejos de ser complaciente consigo mismo. Qué suerte para Lolita tener al menos esta reparación, el reconocimiento sin ambigüedad de la culpabilidad de su padrastro por la misma voz de quien le robó su juventud. Una pena que estuviera muerta en el momento de esta confesión.
Escucho que dicen seguido, en estos tiempos de supuesta “vuelta al puritanismo”, que una obra como la DE Nabokov no sería posible o sería censurada. Sin embargo creo que Lolita es todo menos una apología de la pedofilia. Es, al contrario, la condena más fuerte y la más eficaz que pude leer sobre el tema. Siempre dudé, por otro lado, que Nabokov pudiera haber sido pedófilo. Evidentemente este interés persistente por un tema tan subversivo – sobre el que trabajó dos veces, la primera en su lengua natal, bajo el título “El encantador”, luego años más tarde en inglés con Lolita, puede levantar sospechas. Si Nabokov luchó contra algunas pulsiones, puede ser. No tengo idea. Sin embargo, a pesar de toda la perversión inconsciente en Lolita, a pesar de sus juegos de seducción y sus coqueteos de estrellita, Nabokov nunca quiso hacer pasar a Humbert Humbert por un benefactor, y menos por un buen tipo. El relato que hace de la pasión de su personaje por las niñitas, pasión irrefrenable y enfermiza que lo tortura durante toda su existencia, es de una lucidez implacable.
El libro, que vendió 65 mil copias sólo en la primera semana, es un testimonio crudo, inteligente y bien documentado de una persona rota. Pero lo que agitó a tantos escritores y sobrevivientes de la época no fue el testimonio puntual de una relación abusiva de dos años sino que ese vínculo – y todas las prácticas de Matzneff- eran avaladas e incluso celebradas públicamente por sus contemporáneos, muchos de ellos vivos aún. El affaire Matzneff fue tapa de revista de los diarios franceses más importantes; ocupó horas radiales y televisivas y derramó en la prensa internacional cuando, a principios de enero, tan sólo un día después de la salida del libro, la Fiscalía de París abrió una investigación de oficio al escritor por presunta violación. Mientras la opinión pública debatía si feminismo o puratinismo, si abuso sexual o usanzas de otra época, la editoral Gallimard retiraba de circulación la obra del escritor de 83 años, una decisión que no había ocurrido en sus 140 años de existencia. “¡Censura!”, exclamarían algunos. Pero fueron los menos y lo hicieron en voz baja, porque los tiempos cambiaron, incluso para la cultura francesa y su vínculo esquizofrénico con los feminismos. Hay que recordar que cuando el Me too explotó en Francia en 2017 con el lema propio #Balancetonporc (denuncia a tu puerco) hubo una resistencia feroz. Mientras se destapaba una olla de abusos que salpicaron desde el periodismo hasta el mundo del espectáculo y la política, cien mujeres famosas, entre ellas actrices icónicas como Catherine Deneuve y la escritora Catherine Millet, publicaron un manifiesto en contra del movimiento que veían, no sólo como moralizante y punitivista sino – y acá está la clave- como una movida extranjerizante. Una carta bastante parecida a la que publicó Matzneff 40 años antes pidiendo la liberación de los tres hombres.
Francia siempre estuvo muy orgullosa de su espíritu de seducción e históricamente ha tenido una relación de amor-odio con la cultura norteamericana, entre la fascinación y el desprecio por lo que considera una cultura grotesca y puritana. Pero estos últimos tres años fueron de una intensidad inusitada para los debates en torno al consentimiento y a pesar de los lloriqueos de Michel Houellebecq y de sus amigos contra el feminismo, se llegó a una suerte de consenso de que galantería es machismo, de que el abuso sexual va más allá de una violación y de que hay ciertos límites que mejor no cruzar, incluso para el parnaso del arte y la literatura. Y uno de esos límites es la pedofilia. Entonces la publicación Le consentement llega en un momento clave. El eje del debate no fue tanto si Matzneff es un ser despreciable por haber sido un pedófilo toda su vida – práctica que desnudaba en sus ensayos y diarios- sino si era posible juzgar con la mirada actual las “modas” de otro tiempo. El problema – uno de ellos- es que el asunto Matzneff dejó en evidencia la complicidad de un medio cultural y artístico que todavía tiene sobrevivientes.
Prohibido para menores
“Pienso que los adolescentes, los chicos jóvenes, digamos de entre 10 y 16 años, están quizás en la edad en que las pulsiones afectivas y también las pulsiones sexuales son más fuertes porque son nuevas. Y creo que no hay nada más bello y fecundo para un o una adolescente que vivir un amor. Sea con alguien de su edad (…) pero también con un adulto que lo ayude a descubrirse a sí mismo, a descubrir la belleza del mundo creado, la belleza de las cosas”, dice un pasaje de su ensayo Les moins de 16 ans (Los menores de 16 años), un libro que presentó en 1975 en el programa Apostrophes, un clásico de la televisión francesa del que sería asiduo. Allí, impune y al aire, revelaba sus gustos por los más jóvenes mientras era aplaudido por el crítico literario y conductor Bernard Pivot, y los otros invitados. Con la publicación de Le consentement, el periodismo salió a buscar a cómplices de esa época. Muchos se llamaron al silencio – el caso de Sollers y ex editores de Le Monde- pero otros salieron a defenderse. En su cuenta de Twitter, donde tiene más de un millón de seguidores, Pivot escribió: “En los años ’70 y ’80, la literatura estaba antes que la moral; hoy en día la moral está antes. Moralmente es un progreso”. Este tuit (que lleva implícita la parte “literariamente es un atraso”) va al núcleo de una polémica falaz: la vinculación entre la moral y el arte. La sociedad francesa siempre se ufanó de separar estos campos, pero al hacer la distinción en realidad los está poniendo al mismo nivel, como si actos y representación fueran lo mismo. Como si mantener relaciones con púberes fuera igual que escribir novelas sobre pedofilia. El tema es que Matzneff, presentado como heredero de Henry de Monthérlant y André Gide – ambos conocidos por sus gustos por los chicos bien chicos-, erudito en filología clásica y amante de las tradiciones grecolatinas, no vivió en la Grecia Antigua sino que habita la nuestra. Y no sólo la habita, sino que hasta no hace demasiado era públicamente recompensado por su labor. En 2013 recibió el premio Renaudot, el más importante de las letras francesas, por una recopilación de sus ensayos filosóficos y hasta el año pasado se fueron publicando de forma sistemática catorce volúmenes de sus diarios íntimos donde detalla todas sus relaciones con niños y adolescentes y su amor por los “culos frescos” . También estas últimas semanas, el público se enteró de que desde hace una década recibe una pensión del gobierno francés y vive en un departamento donado por la Municipalidad. Mientras el ministro de Cultura salía a denostar públicamente el accionar de Matzneff, le seguía pagando el alquiler. Difícil para las víctimas denunciar o tan sólo intentar olvidar a su abusador cuando todo el campo literario y mediático lo protegía. Tanto los diarios Libération como Le Monde (del que fue columnista) le sirvieron durante muchos años de escudo frente a viejas denuncias y rumores. Hasta hoy ninguna de sus víctimas había tenido la posibilidad y el poder para dejarlo en evidencia. Pero Springora, la autora de Le consentement, no es cualquier persona: acaba de asumir como directora de Julliard, la misma editorial que publicó en los ‘70 la obra de Matzneff.
A los revolucionarios sexuales de Mayo del ’68 , quienes se preguntaban qué significaba realmente el concepto de consentimiento y si se podía traducir a nivel jurídico, Springora les contesta con su historia. Su libro autobiográfico no es sólo un ajuste de cuentas personal, catarsis argumentada, sino una reflexión sobre la desigualdad en los vínculos sexoafectivos y las trampas culturales que posibilitan esas relaciones. Springora conoció a Matzneff en una cena con amigos de su madre, una mujer que pertenecía al mundillo editorial. Era una púber recién abandonada por un padre violento, llena de inseguridades e ideales románticos. En un altillo parisino, rodeada de escritores y artistas, esta chica de cutis grasoso fue mirada por un hombre con atención- y deseo- por primera vez en su vida y quedó cautivada. Matzneff, que tenía casi cincuenta años y un aire juvenil a pesar de su pelada brillante, la envolvió con cartas secretas y encendidas. A las pocas semanas la chica de 13 era penetrada analmente – porque así lo prefería el escritor- en un estudio de los Jardines de Luxemburgo. Estaba excitada y enamorada. No podía creer estar viviendo un amor tan intenso y profundo con alguien así de imponente. Prohibido y épico, como el de las novelas. Su madre se opuso cinco minutos pero después la dejó ser. Al fin de cuentas Matzneff era un escritor reconocido y era un lujo pertenecer a su círculo, no importaba bajo qué circunstancias. La relación entre Springora y el escritor duró dos años y a los pocos meses se fue transformando en una pesadilla de manipulación y control. Después del subidón narcisista del inicio, la chica fue perdiendo lo poco que tenía de autoestima y quedó a la deriva, destruida psíquica y físicamente. Sólo pudo cortar el vínculo cuando se enteró de que su novio mantenía varias relaciones simultáneas con otras adolescentes y viajaba a Filipinas para tener sexo con chicos de 11 años a cambio de útiles escolares. Todo el mundo estaba al tanto y a nadie parecía importarle demasiado. Springora tardó décadas en rearmar una vida y en admitirse a sí misma que el consentimiento no es el momento de decir sí sino un terreno en el que se puede quedar empantanada. Hasta el día de hoy le cuesta ubicarse en el lugar de víctima porque quedarse allí es negar que lo que sintió fue real, que su deseo era legítimo, no sólo una manipulación de un psicópata. Uno de los momentos más honestos del libro es cuando reflexiona acerca de una posible tercera vía. Algo así como un camino taoísta entre el consentimiento y el no consentimiento. “Con catorce años no se supone que un hombre de cincuenta me espere a la salida del colegio, ni vivir con él en un hotel, ni encontrarnos en su cama, con la verga en la boca a la hora de la merienda. De todo esto soy consciente. A pesar de mis catorce años no estoy desprovista completamente de sentido común. De alguna manera hice de esta anormalidad mi nueva identidad. Y a la inversa, cuando alguien no se sorprendía de mi situación, tenía la intuición de que mi mundo giraba al revés. Y cuando años más tarde, los terapeutas se ensañaron en explicarme que fui víctima de un predador sexual, tampoco me parecía que ahí estuviera la “vía del medio”. Ninguna de las opciones era del todo adecuada. Todavía no terminé con esa ambivalencia”.
En Le consentement aparece también el esfuerzo por entender la cabeza del pedófilo y un descubrimiento: Matzneff fue abusado por un hombre (el diría “iniciado”) a la misma edad de sus víctimas. Pero él lo naturalizó y se quedó varado psicológicamente en esa edad, recomponiéndose a partir de la escritura y sus propias relaciones, que no consideraba abusivas. El clima de época y sus filiaciones literarias complotaron con eso. En este sentido el libro de Springora funciona como un repaso de la historia de la tolerancia a la pedofilia en Francia y finalmente – y quizás la parte más jugosa- como un ensayo sobre el poder de la escritura. A Springora le encantaba escribir pero Matzneff empezó a desposeerla de sus palabras, le escribía los ensayos literarios del colegio, la convirtió en personaje de sus libros. Volviéndola ficción no sólo la despersonalizó sino que le sacó todo impulso creativo, cualquier posibilidad de ser o de inventarse. Durante la mayor parte de su vida, Springora sintió que no tenía voz, entre otras cosas. Con este libro parece recuperarla.
El rol de benefactor que le gusta adjudicarse G. en sus libros consiste en una iniciación de los jóvenes a las alegrías del sexo por parte de un profesional, de un especialista emérito, un experto. En realidad este talento excepcional se limita en no hacer sufrir a su partenaire. Y cuando no hay sufrimiento ni oposición, se sabe, no hay violación. Toda la dificultad de la empresa consiste en respetar esta regla de oro y nunca infringirla. Una violencia física deja un recuerdo contra el que rebelarse. Es atroz, pero sólida. El abuso sexual, por el contrario, se presenta de forma insidiosa y desviada sin que se tenga claramente conciencia. De hecho, no se suele hablar de “abuso sexual” entre adultos. De abuso de “debilidad”, sí, hacia una persona mayor, por ejemplo, una persona leída como vulnerable. La vulnerabilidad es precisamente ese ínfimo intersticio por el cual los perfiles psicológicos como el de G. pueden inmiscuirse. Ese elemento vuelve la noción de consentimiento tan tangencial. Muy seguido, en el caso de abuso sexual o abuso de debilidad encontramos una misma negación de la realidad: el rechazo a considerase una víctima. Y, en efecto, ¿cómo admitir que una fue abusada cuando no podemos negar haber consentido? Cuando, además, sentimos deseo por ese adulto que se aprovechó. Durante años me debatí yo también con esta noción de víctima, incapaz de reconocerme en ella.
La pubertad, la adolescencia, en esto G. tiene razón, son momentos de sensualidad explosiva, el sexo está en todo, el deseo desborda, nos invade, se impone como una ola, debe encontrar satisfacción inmediata y sólo espera un encuentro. Pero algunas distancias son irreductibles. A pesar de toda la buena voluntad del mundo, un adulto es un adulto. Y su deseo una trampa en la que no puede encerrar al adolescente. ¿Cómo uno y otro podrían estar al mismo nivel de conocimiento de su cuerpo y sus deseos? Además, un adolescente vulnerable buscará siempre el amor antes de la satisfacción sexual. Y a cambio del afecto al que aspira (o de una suma de dinero que necesita su familia), aceptará convertirse en objeto de placer, renunciando durante mucho tiempo a ser sujeto, actor y amo de su sexualidad.
Lo que caracteriza a los depredadores sexuales en general, y a lo pedocriminales en particular, es la negación de la gravedad de sus actos. Tienen la costumbre de presentarse sea como víctimas (seducidas por un niño o por una mujer), sea como benefactores (que sólo hicieron el bien a su víctima).
En Lolita, la novela de Nabokov que leí y releí después de conocer a G. asistimos, al contrario, a confesiones confusas. Humbert Humbert escribe su confesión desde el fondo de un hospital psiquiátrico donde va a morir justo antes de su juicio. Está lejos de ser complaciente consigo mismo. Qué suerte para Lolita tener al menos esta reparación, el reconocimiento sin ambigüedad de la culpabilidad de su padrastro por la misma voz de quien le robó su juventud. Una pena que estuviera muerta en el momento de esta confesión.
Escucho que dicen seguido, en estos tiempos de supuesta “vuelta al puritanismo”, que una obra como la DE Nabokov no sería posible o sería censurada. Sin embargo creo que Lolita es todo menos una apología de la pedofilia. Es, al contrario, la condena más fuerte y la más eficaz que pude leer sobre el tema. Siempre dudé, por otro lado, que Nabokov pudiera haber sido pedófilo. Evidentemente este interés persistente por un tema tan subversivo – sobre el que trabajó dos veces, la primera en su lengua natal, bajo el título “El encantador”, luego años más tarde en inglés con Lolita, puede levantar sospechas. Si Nabokov luchó contra algunas pulsiones, puede ser. No tengo idea. Sin embargo, a pesar de toda la perversión inconsciente en Lolita, a pesar de sus juegos de seducción y sus coqueteos de estrellita, Nabokov nunca quiso hacer pasar a Humbert Humbert por un benefactor, y menos por un buen tipo. El relato que hace de la pasión de su personaje por las niñitas, pasión irrefrenable y enfermiza que lo tortura durante toda su existencia, es de una lucidez implacable.
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