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ARGENTINA: vivir en medio de la sal

La historia errante de los pueblos llameros en la Puna jujeña

La increíble hazaña de vivir en medio de la sal

Un viaje a lo profundo de Salinas Grandes para conocer el presente y los vestigios milenarios de la cultura kunza, de origen atacameño, y su relación con las llamas en la cosmovisión andina.

Una chulpa milenaria custodiada por René Calpanchay desde niño.
Una chulpa milenaria custodiada por René Calpanchay desde niño.

Purmamarca ha quedado abajo y la ruta caracolea desde lo alto de la Cuesta de Lipán: tras una curva, el fulgor de las Salinas Grandes irrumpe como un mar de sal a 3500 metros de altura. Al dejar el asfalto, el auto parece un rompehielos en la planicie salina rumbo a una cita con René Calpanchay, quien mostrará a Página/12 su mundo kunza, la cultura atacameña en tierras argentinas. Su camioneta es un punto lejano que se acerca. Al llegar, baja de un saltito ágil: a sus 61 años tiene un pelo azabache sin una cana. Invita a partir en 4x4 hacia la blanca nada.

Al salir del salar, la camioneta se interna en la Puna por una senda irregular y solitaria: es la tierra ancestral de los Calpanchay y su comunidad kunza, uno de los pueblos de la sal, llameros y caravaneros. René es verborrágico, pero sabe escuchar: “los ancestros vinieron desde allá, del desierto de Atacama, hace 11.000 años; se han quedado a vivir aquí siguiendo llamas y vicuñas que los conducían al agua, y les daban carne y lana. Esta tierra fue de paso para los incas; no se puede cultivar y los atacameños éramos cazadores. Mi casa de pastoreo está al otro lado de esa serranía y tardábamos ocho días a pie hasta la Quebrada de Humahuaca. De camino, parábamos a hachar sal y en Maimará, cambiábamos los bloques por bolsas de fruta que traíamos en diez burros. A la vuelta le devolvíamos el hacha a don Simeón Chávez con una bolsa de manzanas. Eso era reciprocidad; en el mundo andino no existe la ayuda; eso no es digno: es dar lo que sobra. Acá, si das, tenés que recibir del otro. Mi papá y abuelos hacían esa ruta en caravana de llamas. Hoy la hago en 4x4: los pueblos evolucionamos. Nunca fuimos nómadas sino trashumantes entre puntos prefijados y lo seguimos siendo, sin perder la lógica comunitaria.”

El cañadón puneño se va estrechando y ahondando con un arroyo sin tiempo.

René detiene el vehículo para ofrendar hojas de coca a la Pachamama en una apacheta de piedras y descender a un cañón con paredones de 30 metros de hondura. Al caminar por un lecho seco, señala un alero --casi una cueva-- donde dormía de niño. Era un puesto de verano al que traían a sus 300 llamas: “hace 50 años, cada dos días, mi hermano y yo --12 y 10 años-- las llevábamos a la aguada en esta quebrada --30 Km. desde mi casa en Susques-- y cargábamos las cantimploras, unas panzas de oveja donde cabían 15 litros. Largábamos las llamas y volvíamos otro día en bicicleta. Una vez, salimos de Susques a la mañana y había tanto viento, que no se podía pedalear. Las encontramos a la tarde, nos sentamos en una tolita a comer y llegó un viento blanco con nieve. Se hizo la noche de golpe y como no ves nada, no podés caminar. Hacía un frío impresionante. Me puse a cavar un pozo, como me había enseñado mi papá y le dije a Waldino: ´metete que te voy a tapar´. Él lloraba y decía: ´hermanito, no quiero ¿por qué me querés enterrar vivo?´. Nos enterramos hasta las 10 de la noche cuando salió la luna. Así no pasas frío, solo se te hiela el cachete”.

El grupo de viajeros camina sobre arena con la altura latiendo en las sienes: un punzante sol vertical atraviesa los sombreros. René supone que en este cañadón sus antepasados domesticaron la llama (hace 6000 años según la arqueología). Aquí llegaban a beber y les pondrían pircas obstruyendo el paso, mientras ellos venían por detrás.

Al llegar a una casa de piedra cuadrada al estilo atacameño, René explica: “acá vivió el abuelo de mi abuelo; cuando yo era chico, aún tenía su techo de paja y ahí ves su cama de piedra. Tiene al menos 300 años y está casi perfecta”. René se agacha en el lecho seco, corre arena y levanta un “tapón” de piedra caliza --25 Cm.-- tallado por su abuelo: es una “vena de agua”, un río subterráneo que hizo habitable la casa por siglos.

Rocas solitarias de ignoto origen en medio del gran cañón.

Al avanzar, el poco oxígeno de la Puna no sacia los pulmones. Y René retrocede el tiempo:

--Mi papá se iba a trabajar a la azufrera en bicicleta, 400 kilómetros al sur. Y caminaba con los burros hasta Abra Pampa --300 km--, donde se aprovisionaba de mercadería porque tenía un almacén. Por eso es tan importante el rol de la mujer en la cultura atacameña, que se mantiene viva gracias a ellas: siempre han sido las que se quedan en el campo pastoreando los animales. Mi mamita es la que me enseñó todo sobre nuestra cultura; papá no, porque se tenía que ir a trabajar. Hasta que pudo comprarse la camioneta y tuvimos que abrir los caminos de manera comunitaria, a pico y pala, hombres y niños. Después abrimos un segundo almacén medio raro, sin trabajador alguno. A 40 Km. de Susques está el pueblito de San Juan de Quillaques donde no había almacén. Esa comunidad le pedía a mi papá que le vendiera cosas en nuestro puesto de campo en Chusliques, a 20 kilómetros de ellos. Pero él decía que no podía poner ahí un empleado y llegaron a un acuerdo de reciprocidad. Abrió un almacencito y la gente de San Juan tenía la llave; venían, sacaban lo que querían, dejaban la plata y los envases de vino. Nunca faltó ni un caramelo. Caminaban casi un día hasta ahí, pero era mitad de camino a Susques. Ahí mismo cocinaban, dormían y tenían pasto para los burros. Era un vínculo de confianza que cuidaban muy bien. Yo iba los viernes llevando mercadería con un carrito y me volvía los domingos con los envases vacíos. Hice eso desde los siete años hasta los 13, cuando me fui a hacer la secundaria a Salta. En vacaciones volvía y carneaba llamas para pagarme el alquiler.

La caminata continúa junto a un hilo de agua con huellas de puma: las paredes se estrechan y elevan monumentales. Un colibrí andino enorme --10 centímetros-- cruza el cañadón y aparece la primera chulpa --“construcción” en quechua-- de piedra con barro. Tiene 2 metros de alto y forma de cabaña triangular a dos aguas adosada a la pared de un alero (falta parte del techo). Parece encalada, no tiene ventana y por su pequeña entrada una persona solo podría pasar arrastrándose. Parece una tumba, un refugio o escondite de caza. René encontró puntas de flecha aquí. Según el arqueólogo Merardo Monné --ahijado de René-- podrían tener un fin ceremonial. Este diseño se repite en la zona: el arqueólogo Jacobaccio los dató con 14C obteniendo antigüedades entre 4000 y 400 años atrás. Estas en particular no se estudiaron, pero podrían ser milenarias.

Algunas rocas caídas techan el cañón que cobija al pueblo kunza desde que domesticaron a la llama.

El trekking sigue los caracoleos de la geografía junto a rocas gigantes hasta la segunda chulpa. René rememora: “mi mamita decía que eran sagradas y no podíamos entrar; siempre me intrigaron y hace tres años pensé, ´quiero entrar a ver´; lo llamé a Merardo y dije, ´vos que sos del mundo de la ciencia, ¿te animás?´. Sacamos esa puertita de piedra cuadrada y nos metimos. No encontramos nada en la casita de mis anteabuelos”. Tiene el color de la tierra y está encastrada en la pared del cañón, como habitada hasta ayer.

René invita al grupo a sentarse al pie de la chulpa y crea un clima reverencial: “acá fui un changuito muy feliz, sin un solo juguete; esto no es pobreza sino riqueza; me he criado con llamas y ovejas, mis juegos eran con la naturaleza, correteando entre las peñas; por eso cuidarla nos sale como algo natural. En nuestra cosmovisión, no somos dueños sino parte de la tierra y la adoramos, una lógica distinta al racionalismo de Platón y Aristóteles, que es muy valioso. Pero en el medio, perdió el sentir por lo natural. Con la tecnología, la ciudad y la razón occidental, el hombre ha ido alejándose de la esencia de su ser, que es el nexo con la Pachamama (convertida ya en objeto de usufructo). Hoy, en tiempos de regeneración complementaria --sin descartar el avance técnico-- este es el aporte indígena. Queremos volver a la mesa con dignidad. Por eso creamos --para dar y recibir-- la plataforma web de turismo comunitario Pueblos Originales-. Esta red impulsa emprendimientos para que los pobladores originarios no sean meros empleados al servicio de inversores foráneos, y frenar el ciclo de migración interna: los norteños yéndose a vivir a la periferia de Buenos Aires como mano de obra barata, a veces terminando en la marginación. La idea es generar trabajo digno a nivel local, revalorizando la herencia cultural de los antepasados. No somos todos aborígenes en esa red y cada quien aporta su saber intercultural, ofreciendo no solo un paisaje: transmitimos ese sentir que perdura en las comunidades andinas. No es ´pienso, luego existo´, sino ´siento, luego existo´. Pero este pensar no es solo nuestro; en el pasado lo fue de toda la humanidad”.

Una casa de al menos 300 años que René conoció aun techada, de niño.

Para salir del gran cañón, René busca una abertura arenosa y el grupo trepa: la sensación ha sido como cruzar un subsuelo del tiempo a través de la evolución arquitectónica del pueblo kunza. Una vez arriba, otra vez la Puna: una planicie arbustiva, un mezquino paisaje sin árboles, agua ni animales que, según René, ha determinado la vida en su cultura:

--Lo propio de los pueblos de la sal es la capacidad de administrar lo escaso: el agua, la sombra, la comida, la temperatura y hasta el oxígeno (caminamos despacio). Esto no lo aprendimos desde la academia sino de la mirada de los antepasados que, por milenios, fueron nómades y cazaban llamas. Y de tanto estudiarlas, descubrieron que las podían domesticar; se volvieron arrieros que no pueden estar siempre en el mismo lugar porque se acaban los pastos. Así aprendimos a viajar de manera regular sin ser nómades --igual que ahora-- y a administrar el alimento de las llamas, manteniendo la armonía con la naturaleza. Podés llamarlo desarrollo sustentable si querés. Los atacameños no tenemos mucho que ver con los hermanos quechuas --los incas siguieron de largo; acá no se puede cultivar-- y hemos sobrevivido por ser interculturales; nadie tiene la verdad absoluta. Hace 11.000 años, mis anteabuelos se enamoraron de este lugar y seguimos aquí, vivos y amando el entorno en comunión con lo natural.

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