GUATEMALA: Ensayo 'Una caña pensante', de Olga Villalba

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La militancia en la segunda mitad del siglo XX marcó la vida de muchas mujeres en Mesoamérica. Crítica y empática con la izquierda y el feminismo, esta voz nos muestra el recorrido de una mujer que cruzó de siglo a siglo aprendiendo y compartiendo.


Noviembre del 2020

Me miro al espejo y veo un rostro surcado de arrugas, los ojos han perdido brillo y las pestañas antaño largas y torneadas hoy son escasas. La nariz, ya no es respingona, poco a poco se ha ensanchado, como si necesitara más amplitud para respirar. Las cejas arqueadas y pobladas muestran severos cambios. Los vellos son escasos y se volvieron gruesos e hirsutos.  

Nací a las tres de la mañana, el 19 de junio de 1951, de allí mis hábitos madrugadores. Esa noche, –según contaba mi madre- “cayó una tormenta de señor y padre nuestro, de esas que traen piedras, sapos y culebras”; lo que le servía para justificar mi carácter duro, rebelde y tenaz.

Si bien yo no era de origen adinerado, mi padre (artesano de sillas de montar), trabajó mucho por dar casa, comida y estudio a sus 7 hijas/os. Ser la menor, me permitió atisbar cómo transcurrían sus vidas y observar lo que pasaba en el pellejo ajeno. Me negué a seguir sus pasos. Me prometí que no me iba a casar; que iba a permanecer al lado de una pareja mientras esa convivencia me hiciera feliz; si no era así y el tipo salía alcohólico, mujeriego o drogadicto, daría la vuelta con dignidad y me alejaría buscando otros derroteros.

Regreso al espejo, y aparece la imagen de mi madre parada al lado de la mesa de trabajo de mi padre, solicitándole el “gasto” diario para ir al mercado a comprar lo que iba a cocinar cada día. No solo era humillante dárselo día a día, sino que le espetaba “Ve, así es bonito, solo alarga la mano y cae el pisto…” mi madre esperaba tranquilamente hasta que a él le diera la gana entregarle el dinero. En esos momentos me llenaba de indignación y me decía a mí misma: “Nunca permitiré que un hombre me humille”. De allí mi determinación de no depender económicamente de una pareja. Promesa que he cumplido.

A los quince años empecé a pensar que la vida matrimonial no era como lo pintaban los cuentos, las radionovelas y fotonovelas que circulaban. Les dije a mis progenitores que no me iba a casar, no dijeron nada en ese momento, pero años más tarde, cuando yo ya era mayor de edad y con autonomía económica, me presenté ante ellos para manifestarles mi decisión de establecer vida de pareja con quién después procreamos un hijo, pusieron el grito en el cielo. Recuerdo las palabras de mi madre diciéndome que lo que yo quería ser era prostituta, no valieron explicaciones.

Años después comencé a relacionarme con jóvenes universitarios, uno de ellos puso en mis manos el libro El origen de la familia, la propiedad privada y el estado de Federico Engels; en el que constaté lo que la intuición me indicaba: el matrimonio era un contrato económico. Confirmé mi convicción de no casarme.

En esa época, organizamos en el pueblo un club juvenil cristiano. Nos asesoraba un sacerdote joven de hablar suave. Eran los comienzos de la Teología de la Liberación. A los 17 años andaba en la búsqueda de hacer algo por construir un mundo sin injusticia.

Aparece en el espejo otra imagen importante en la conformación de mi identidad, la de la monja argentina, Pilar Manceñido, quien dirigía un instituto seglar. En una ocasión la escuché decir “Hay que ser una caña pensante y no una caña movida por el viento”. Esa frase me impresionó y la convertí en el norte de mi vida. El afán de mi existencia ha sido ser un ente pensante. Ser persona.

La relación con la Madre Pilar me permitió involucrarme con el movimiento social de El Salvador. Eran los años 70. En Centro América y América Latina corrían aires de revolución. El Che Guevara, el guerrillero heroico, había muerto en las montañas de Bolivia y su imagen era un ejemplo para la juventud de mi generación. Se me inflamaba el pecho al entonar canciones que hablaban de la injusticia, de los pobres y de la posibilidad de trabajar por un mundo mejor. Ese sueño parecía posible.

Durante el día empecé a trabajar en una librería y por la noche continuaba con mis estudios. Me gradué de secretaria, luego fui a estudiar Cooperativismo a Panamá. Ese fue mi primer viaje afuera del país. Al regresar, con un diploma de técnico en cooperativismo, comencé a laborar en áreas rurales en la promoción de ese tipo de organizaciones. Ese acercamiento me permitió conocer la realidad de la población y establecer relación con estudiantes, sacerdotes y monjas progresistas.

En esos años, se gestaban los primeros núcleos de organizaciones revolucionarias que impulsaban la lucha armada como medio para la toma del poder en El Salvador. Comencé a colaborar y me pasaban textos para leer que reproducía en una máquina de escribir. También daba una contribución monetaria. Muchos jóvenes de esa época murieron en combates guerrilleros. Acaso, si me hubiera quedado en el Salvador también hubiera muerto. 

En 1971, llegó a la casa de huéspedes donde vivía, un joven que decía ser chileno y estudiante de cine. Inicialmente no me llamó la atención, ni yo a él. Comenzamos a platicar acerca del libro de Pablo Freire que yo leía en ese momento. En las conversaciones encontramos puntos en común: literatura, películas e ideas, Las hormonas hicieron su parte y comenzamos a tener encuentros afectivos, sexuales y amorosos. Me compartió sus ideales y su identidad. Era guatemalteco y venía de regreso a su país, para incorporarse a la lucha revolucionaria. Formaba parte del grupo inicial de lo que posteriormente sería conocido como “Ejército Guerrillero de los Pobres” -EGP.

Aunque ya colaboraba con una organización en El Salvador, me ganó el deseo de compartir mi vida con ese joven soñador con quien coincidíamos en crear un mundo mejor para las generaciones venideras. Decidí trasladarme a Guatemala para estar cerca de él; en mi fantasía, yo iba a trabajar en cooperativas para sostenerme. Él no me ofreció nada porque su decisión era irse a la montaña. No pude buscar trabajo porque él vivía en la clandestinidad. Sin tener nada seguro, decidimos tener un hijo. Aunque sus familiares no veían con buenos ojos esa decisión, nos apoyaron. Nuestro hijo tuvo que enfrentar –como muchos- situaciones embarazosas, separaciones dolorosas e inexplicables ausencias.

En junio de 1980 murió mi compañero de vida. Cuatro meses antes se había incorporado a la zona guerrillera en la selva baja del Quiché. A pesar de que éramos conscientes de que la muerte nos podía sorprender en cualquier momento, su fallecimiento por enfermedad común fue un golpe muy duro. Me quedaba sola con nuestro hijo.

El entorno que me rodeaba no admitía debilidad, así que subsumí el dolor. Me puse una coraza y continué militando, haciendo mío el pensamiento: “A los compañeros caídos no se les debe llorar, sino reivindicarlos en la lucha”. Durante las noches lloraba hasta el cansancio y en el día era la mujer fuerte que no se amilanaba ante nada, ni nadie.

La etapa más dura de la guerra interna de Guatemala, la pasé en el extranjero, cumpliendo tareas diversas, no libres de riesgos. Desde antes de morir mi compañero de vida, yo tenía cuestionamientos sobre la conducción del movimiento revolucionario y en 1983, formé parte del grupo que acompañó a Mario Payeras en la renuncia al EGP. Intentamos emprender un nuevo proyecto político que se llamó Octubre Revolucionario.

La ruptura con el EGP me provocó un estado emocional depresivo y busqué apoyo terapéutico, gesto que fue vivido por el dirigente de la nueva organización como una “debilidad ideológica” de mi parte. Él consideraba que la atención psicológica era justificable cuando una había sido apresada y/o torturada; cuando era sobreviviente de una masacre o presenciado un acto cruel, situaciones que no se aplicaban en mi caso. No se concebía que haber renunciado a nuestra identidad, dejado profesiones, familia y anhelos afectara la salud mental.

Por medio de una amiga conseguí que me recibiera la Psiquiatra Marie Langer[1], quien en tres sesiones me proporcionó algunas claves para redibujar mi vida.  Posteriormente, me recomendó con el psicoanalista Leonardo Sak. Durante un año de terapia psicológica pude enfrentarme a lo que había asumido o no en la vida y elaborar el dolor y la rabia por la muerte de mi compañero. Después de este proceso tomé la decisión de abandonar la militancia y recuperar la maternidad. Quería dibujarme de nuevo.

Leer la biografía de Marie Langer, me enseñó que una puede ser militante de una causa toda la vida, y que otra cosa es pertenecer a una organización. En el EGP -así como en otras organizaciones de izquierda-, se consideraba que, o se era revolucionario -equivalente a estar organizado- o se era “una mierda”. Me negaba a oír mi voz interior que me pedía a gritos despojarme de la camisa de fuerza que llevaba puesta por más de una década. Temía perder las convicciones éticas, políticas y filosóficas que tanto me había costado adquirir. En ese entonces, la militancia política era mi vida, era en lo único que había arraigado. Dejarla era, como señala Edgar Morín[2]: “como si me hubieran quitado a mi madre, mi padre, mi familia, todo lo que yo tenía”.

Planteé mi retiro de la nueva organización a Mario Payeras, a quien le tuve gran admiración y afecto. No le agradó mi decisión y me contestó que de allí en adelante no le interesaba verme, ni siquiera para tomar un café, pues esto lo hacía, si la persona estaba dispuesta a apoyar al movimiento. Mi asistencia a terapia era vivida en la nueva organización como un mal ejemplo, eran “deformaciones pequeñoburguesas” decía. Al renunciar recibí desaires, críticas y retiro de la amistad por parte de varios   compañeros y compañeras.

 

 

 

 

 

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