SITUACION MUNDIAL, REGIONAL y LOCAL hoy
04 de enero de 2020,Pag 12
Panorama político
Estados alterados
Alberto Fernández con el subsecretario interino del Departamento de Estado Michael Kozak
Imagen: NA
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El gobierno de Alberto Fernández todavía no cumplió un mes y en esos pocos días representantes de Washington se
entrometieron por lo menos en tres ocasiones en cuestiones políticas
argentinas intentando torcer decisiones soberanas o cuestionar
comentarios de miembros del nuevo gobierno. Esta estrategia agresiva del
departamento de Estado norteamericano usará seguramente el atentado a la AMIA y la muerte del fiscal Alberto Nisman como lo ha venido haciendo para sus intereses geopolíticos en un Medio Oriente que está a punto de estallar.
El eje de los argumentos de Estados Unidos para escalar el conflicto en Irak ha sido la calificación a la organización Hezbollah como terrorista. En realidad, es un atajo para atacar a Irán, uno de cuyos generales fue asesinado en Bagdad por un dron norteamericano como parte de esa escalada.
Cuando el ex presidente Barak Obama quiso bajar la tensión con Irán, el presidente israelí, Benjamin Netanyahu, reaccionó furioso contra el mandatario y viajó a Estados Unidos invitado por los republicanos vinculados a la industria bélica. Fue en marzo de 2015.
En Argentina se estaba desarrollando a pleno la tragicomedia que empezó con la denuncia rimbombante del fiscal Nisman, siguió con su posterior suicidio y culminó con la repugnante utilización política que se hizo en ese momento. Para cuestionar a Obama, Netanyahu usó en el Congreso norteamericano el ataque a la AMIA como parte de sus argumentos contra Irán.
El granito que aportaba Argentina a ese conflicto –un párrafo en el discurso de Netanyahu-- en lo interno provocaba una fuerte conmoción institucional: una presidenta democrática y su canciller serían acusados injustamente por “traición a la patria” y una campaña mediática condenaba sin pruebas por un crimen que ni siquiera había sido probado como tal.
La responsabilidad de Hezbollah en el atentado en la AMIA no ha quedado probada en forma fehaciente debido a la interferencia que generó la trama de encubrimiento en la que participaron el gobierno de Carlos Menem y los servicios de inteligencia argentinos, de Estados Unidos e Israel. La investigación fue desviada para que una parte de la responsabilidad cayera sobre el entonces gobernador bonaerense Eduardo Duhalde y para descartar los indicios que conducían a la llamada “pista siria”.
Establecer la responsabilidad de Hezbollah resultaba funcional a los intereses geopolíticos en juego porque desembocaba en Irán. Hezbollah no tenía antecedentes públicos de atentados terroristas fuera de la zona de conflicto, por lo que resultaba importante para esos intereses que se la responsabilizara por el atentado en Buenos Aires, lo que deberá ser dilucidado alguna vez.
La importancia que tiene este tema quedó en evidencia en julio del año pasado. Cuando empezaron a circular encuestas que indicaban la posible derrota de Mauricio Macri, el Departamento de Estado apretó las clavijas. Hasta ese momento, la política exterior argentina se regía en temas de terrorismo según una lista realizada por la ONU que no incluía a Hezbollah. La orden de Washington fue clara: hagan una lista que incorpore a los chiíes libaneses. En Julio, Macri lo hizo por decreto.
Ese mes, el secretario del Departamento de Estado norteamericano, el ultraderechista Mike Pompeo visitó a la Argentina y participó en un acto por las víctimas de la AMIA. Durante esa gira, el funcionario norteamericano ordenó que hicieran lo mismo a los gobiernos de Paraguay y Brasil, que también obedecieron.
En medio de ese proceso que se proyectaba desde Argentina hacia el corazón del conflicto mundial más explosivo, Netflix empezó a filmar un documental sobre Nisman que recién ahora empezó a exhibir. La serie quiere dejar el interrogante si fue homicidio o suicidio, aunque resulta muy evidente que la segunda opción es la más realista y que la otra se asienta sólo en el interés político.
Antes que asumiera el nuevo gobierno, la actual ministra de Seguridad, Sabrina Federic declaró que la inclusión de Hezbollah en esa lista había sido “una imposición de Washington”, lo cual era cierto. Otras versiones decían que en una reunión con la embajadora de Israel, Galit Ronen, Alberto Fernández había comentado que sacaría a los libaneses de la lista de terroristas. La versión tiene ribetes ridículos. Pero bastó para levantar una ola de advertencias y declaraciones de las diplomacias israelí y norteamericana.
Esta política de presión e imposición se aplica principalmente en América Latina. Se habla de “continentalismo” porque el concepto alude a una especie de “imperialismo continental”. Los únicos temas de los representantes norteamericanos están relacionados con la exigencia de un alineamiento ideológico automático y subordinado. Los temas económicos que antes eran prioritarios en la agenda han sido desplazados por esta nueva diplomacia.
La configuración regional que había reemplazado a la de las dictaduras con acuerdos de integración, como, Mercosur o Unasur y de consulta como la CELAC fueron reconfigurados por la ola de gobiernos neoliberales. El Mercosur fue paralizado, Unasur desactivada y Pompeo convirtió a la OEA, a través de su secretario general Luis Almagro, en su Oficina de Colonias. El ProSur, impulsado por Macri fue calificado por el canciller Solá como el “ProNorte” y el Grupo Lima, más moderado, fue creado a instancias de Washington para hostigar a Venezuela.
Las prioridades de esta política son bien elementales: atacar a Venezuela y detener el avance de Rusia y China. A cambio incrementan los obstáculos aduaneros en Estados Unidos a los productos latinoamericanos. Si les molestaba que se revocara el decreto de Macri sobre Hezbollah, el mismo día de la asunción de Alberto Fernández hubo un desaire de los miembros de la delegación norteamericana al nuevo gobierno argentino.
Cuando se enteraron que había un representante del gobierno venezolano legítimo de Nicolás Maduro, el asesor del presidente Donald Trump, Mauricio Claver-Carone regresó intempestivamente a su país. El hombre es de la fauna de Miami, un derechista de hueso colorado que opera con golpistas y grupos destituyentes de los países latinoamericanos. Antes de irse le dijo al diario Clarín que también estaba enojado por la invitación al ex presidente de Ecuador, Rafael Correa.
Cuando Evo Morales solicitó refugio político en Argentina, una misión de la embajada norteamericana, encabezada por la ministra consejera Mary Kay Carlson y el consejero político Chris Andino, se apersonó en la Casa Rosada para asentar su protesta, que en el contexto de las negociaciones que debe realizar Alberto Fernández con el FMI, sonaron más como amenazas.
El respaldo de Washington a los impresentables golpistas bolivianos confirma de alguna manera su intervención más encubierta en el trabajo de desgaste a través de campañas mediáticas, golpes judiciales y golpes parlamentarios o policiales y militares en los países de la región.
Alberto Fernández ha repetido que no va a ideologizar la política exterior y que, en ese contexto, se plantea una relación amistosa y de colaboración con Washington. Pero es muy difícil cuando del otro lado la exigencia es justamente ideologizar. La posición recalcitrante del Departamento de Estado complica esa definición presidencial para las relaciones exteriores del país.
La situación en el continente no es la misma que a principios del milenio, pero el clima regional asfixiante que instaló Washington empuja a los gobiernos a buscar funcionamientos que le den más aire a las relaciones regionales. En ese contexto, el próximo 8 de enero se realizará en México la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). Como lo define esa denominación, en el organismo participan todos, menos Canadá y Estados Unidos.
Será el primer viaje del flamante canciller Felipe Solá. México se hará cargo de la presidencia protempore del organismo que puede convertirse en el marco de referencia para los relacionamientos latinoamericanos, con más aire y margen de movimiento que los impuestos por Estados Unidos a los demás organismos regionales.
El eje de los argumentos de Estados Unidos para escalar el conflicto en Irak ha sido la calificación a la organización Hezbollah como terrorista. En realidad, es un atajo para atacar a Irán, uno de cuyos generales fue asesinado en Bagdad por un dron norteamericano como parte de esa escalada.
Cuando el ex presidente Barak Obama quiso bajar la tensión con Irán, el presidente israelí, Benjamin Netanyahu, reaccionó furioso contra el mandatario y viajó a Estados Unidos invitado por los republicanos vinculados a la industria bélica. Fue en marzo de 2015.
En Argentina se estaba desarrollando a pleno la tragicomedia que empezó con la denuncia rimbombante del fiscal Nisman, siguió con su posterior suicidio y culminó con la repugnante utilización política que se hizo en ese momento. Para cuestionar a Obama, Netanyahu usó en el Congreso norteamericano el ataque a la AMIA como parte de sus argumentos contra Irán.
El granito que aportaba Argentina a ese conflicto –un párrafo en el discurso de Netanyahu-- en lo interno provocaba una fuerte conmoción institucional: una presidenta democrática y su canciller serían acusados injustamente por “traición a la patria” y una campaña mediática condenaba sin pruebas por un crimen que ni siquiera había sido probado como tal.
La responsabilidad de Hezbollah en el atentado en la AMIA no ha quedado probada en forma fehaciente debido a la interferencia que generó la trama de encubrimiento en la que participaron el gobierno de Carlos Menem y los servicios de inteligencia argentinos, de Estados Unidos e Israel. La investigación fue desviada para que una parte de la responsabilidad cayera sobre el entonces gobernador bonaerense Eduardo Duhalde y para descartar los indicios que conducían a la llamada “pista siria”.
Establecer la responsabilidad de Hezbollah resultaba funcional a los intereses geopolíticos en juego porque desembocaba en Irán. Hezbollah no tenía antecedentes públicos de atentados terroristas fuera de la zona de conflicto, por lo que resultaba importante para esos intereses que se la responsabilizara por el atentado en Buenos Aires, lo que deberá ser dilucidado alguna vez.
La importancia que tiene este tema quedó en evidencia en julio del año pasado. Cuando empezaron a circular encuestas que indicaban la posible derrota de Mauricio Macri, el Departamento de Estado apretó las clavijas. Hasta ese momento, la política exterior argentina se regía en temas de terrorismo según una lista realizada por la ONU que no incluía a Hezbollah. La orden de Washington fue clara: hagan una lista que incorpore a los chiíes libaneses. En Julio, Macri lo hizo por decreto.
Ese mes, el secretario del Departamento de Estado norteamericano, el ultraderechista Mike Pompeo visitó a la Argentina y participó en un acto por las víctimas de la AMIA. Durante esa gira, el funcionario norteamericano ordenó que hicieran lo mismo a los gobiernos de Paraguay y Brasil, que también obedecieron.
En medio de ese proceso que se proyectaba desde Argentina hacia el corazón del conflicto mundial más explosivo, Netflix empezó a filmar un documental sobre Nisman que recién ahora empezó a exhibir. La serie quiere dejar el interrogante si fue homicidio o suicidio, aunque resulta muy evidente que la segunda opción es la más realista y que la otra se asienta sólo en el interés político.
Antes que asumiera el nuevo gobierno, la actual ministra de Seguridad, Sabrina Federic declaró que la inclusión de Hezbollah en esa lista había sido “una imposición de Washington”, lo cual era cierto. Otras versiones decían que en una reunión con la embajadora de Israel, Galit Ronen, Alberto Fernández había comentado que sacaría a los libaneses de la lista de terroristas. La versión tiene ribetes ridículos. Pero bastó para levantar una ola de advertencias y declaraciones de las diplomacias israelí y norteamericana.
Esta política de presión e imposición se aplica principalmente en América Latina. Se habla de “continentalismo” porque el concepto alude a una especie de “imperialismo continental”. Los únicos temas de los representantes norteamericanos están relacionados con la exigencia de un alineamiento ideológico automático y subordinado. Los temas económicos que antes eran prioritarios en la agenda han sido desplazados por esta nueva diplomacia.
La configuración regional que había reemplazado a la de las dictaduras con acuerdos de integración, como, Mercosur o Unasur y de consulta como la CELAC fueron reconfigurados por la ola de gobiernos neoliberales. El Mercosur fue paralizado, Unasur desactivada y Pompeo convirtió a la OEA, a través de su secretario general Luis Almagro, en su Oficina de Colonias. El ProSur, impulsado por Macri fue calificado por el canciller Solá como el “ProNorte” y el Grupo Lima, más moderado, fue creado a instancias de Washington para hostigar a Venezuela.
Las prioridades de esta política son bien elementales: atacar a Venezuela y detener el avance de Rusia y China. A cambio incrementan los obstáculos aduaneros en Estados Unidos a los productos latinoamericanos. Si les molestaba que se revocara el decreto de Macri sobre Hezbollah, el mismo día de la asunción de Alberto Fernández hubo un desaire de los miembros de la delegación norteamericana al nuevo gobierno argentino.
Cuando se enteraron que había un representante del gobierno venezolano legítimo de Nicolás Maduro, el asesor del presidente Donald Trump, Mauricio Claver-Carone regresó intempestivamente a su país. El hombre es de la fauna de Miami, un derechista de hueso colorado que opera con golpistas y grupos destituyentes de los países latinoamericanos. Antes de irse le dijo al diario Clarín que también estaba enojado por la invitación al ex presidente de Ecuador, Rafael Correa.
Cuando Evo Morales solicitó refugio político en Argentina, una misión de la embajada norteamericana, encabezada por la ministra consejera Mary Kay Carlson y el consejero político Chris Andino, se apersonó en la Casa Rosada para asentar su protesta, que en el contexto de las negociaciones que debe realizar Alberto Fernández con el FMI, sonaron más como amenazas.
El respaldo de Washington a los impresentables golpistas bolivianos confirma de alguna manera su intervención más encubierta en el trabajo de desgaste a través de campañas mediáticas, golpes judiciales y golpes parlamentarios o policiales y militares en los países de la región.
Alberto Fernández ha repetido que no va a ideologizar la política exterior y que, en ese contexto, se plantea una relación amistosa y de colaboración con Washington. Pero es muy difícil cuando del otro lado la exigencia es justamente ideologizar. La posición recalcitrante del Departamento de Estado complica esa definición presidencial para las relaciones exteriores del país.
La situación en el continente no es la misma que a principios del milenio, pero el clima regional asfixiante que instaló Washington empuja a los gobiernos a buscar funcionamientos que le den más aire a las relaciones regionales. En ese contexto, el próximo 8 de enero se realizará en México la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). Como lo define esa denominación, en el organismo participan todos, menos Canadá y Estados Unidos.
Será el primer viaje del flamante canciller Felipe Solá. México se hará cargo de la presidencia protempore del organismo que puede convertirse en el marco de referencia para los relacionamientos latinoamericanos, con más aire y margen de movimiento que los impuestos por Estados Unidos a los demás organismos regionales.
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