Madres...
La hija oscura, C’mon, c’mon y Madres paralelas demuestran que aún nos preguntamos qué es lo que constituye una 'buena madre'.
Al poco de morir Joan Didion el pasado diciembre, volvió a circular en redes un artículo de Caitlin Flanagan, publicado en The Atlantic en 2012, en el que, entre otras cosas, se juzga a la autora de El año del pensamiento mágico como madre. Como mala madre, vaya.
“Los dos padres de Quintana [Quintana Roo Dunne, la única hija de Joan Didion, fallecida, en 2005] trabajaban constantemente y la dejaban con una serie de cuidadores –dos chicos adolescentes que vivían en la casa de al lado, una mujer que vio la muerte en el aura de Joan Didion, la primera canguro que estuviera de guardia en el hotel de turno– y la dejaron sola en Los Ángeles muchas, muchas veces mientras trabajaban”, escribe Flanagan. Y añade, como prueba definitiva: “Las navidades en las que Quintana tenía tres años, Didion había planeado hacer gelatina de granada con ella, pero entonces le salió una película en Nueva York y decidió que iba a hacer eso, dejando a su hija en casa (…) Equilibraba su mala salud y las fechas de entrega bebiendo ginebra y agua caliente para aliviar el dolor y tomando Dexedrina para anular la ginebra, lo que funciona para una lectura fascinante pero no para una crianza atenta. ¿Dónde estaba Quintana cuando Didion vivía en el Faculty Club, o cuando se iba a acabar sus novelas a la casa de sus padres o cuando hacía reportajes en el Haight? No con su madre”.
El escritor conservador Thomas Chatterton Williams recuperó esa pieza en su cuenta de Twitter y durante unos días se discutió sobre si se puede ser a la vez buena madre y buena escritora y si el estándar era el mismo para los padres. Otro escritor, Phil Klay, colgó una foto suya escribiendo un ensayo con su bebé en una mochilita portabebés pensando que así daba por zanjado el asunto: si yo puedo, Joan también.
Varias de las películas que forman parte de esta atípica temporada de premios se hacen preguntas similares, la mayoría desde una óptica contraria a la que usaba Flanagan en su artículo. C’mon, c’mon. Siempre adelante, Madres paralelas y La hija oscura retratan maternidades turbulentas que a veces confirman y a veces desafían lo que se entiende por una buena madre.
“Le quiero tanto que no sé ni cómo expresarlo. Pero a veces no puedo ni estar en la misma habitación que él” dice Viv sobre su hijo Jesse en C’mon, c’mon. Siempre adelante, la película de Mike Mills. Viv, a la que interpreta la magnética Gaby Hoffman, no es la protagonista de la película, sino el personaje secundario necesario que aporta el niño de la película. Pero su presencia es poderosa (como siempre que Hoffman se pone delante de una cámara) y algunas de las mejores líneas de guion de la película le pertenecen. En el filme, Viv tiene que irse unos días a ayudar al padre de su hijo (Scoot McNairy), un director de orquesta que está pasando por un brote psiquiátrico. Y no tiene más remedio que dejar a su hijo con su hermano Johnny (Joaquin Phoenix), con el que tiene una historia complicada y con el que ha estado un tiempo sin hablarse.
Johnny, que trabaja en un programa de radio que se parece mucho a This American Life, el clásico de la radio pública estadounidense, y que justamente está esos días entrevistando a niños por todo Estados Unidos. No tiene hijos y en las dos semanas que pasa con su sobrino de nueve años se hace una idea de lo dura que es la crianza. Cuando se siente derrotado y le pregunta a su hermana por teléfono cómo consigue salir adelante todos los días, ella le dice: “Nadie sabe lo que hace con sus hijos, solo tienes que seguir haciéndolo”. Viv es una madre imperfecta con preocupaciones de clase media (las horas que pasa su hijo ante una pantalla), fundamentalmente exhausta por cargar con casi todo el peso de los cuidados de su hijo que se permite expresar hasta cierto punto algo de ambivalencia materna. Ese término, acuñado por el psiquiatra Donald Winnicott en 1947 con un vocabulario crudo –“el bebé es un tirano, trata a su madre, como basura, como una criada”, decía, como razones que explicaban “por qué es normal que una madre odie a su hijo”– y perfilado en los años noventa por la psicoterapeuta Rozsika Parker, que actualizó el concepto adaptándolo a las exigencias de la crianza contemporánea, ha vuelto a ponerse en circulación, junto a otro concepto muy de ahora: el burn out parental. Se llama así al “agotamiento físico, emocional y mental que se experimenta por el estrés crónico de criar”. Existen tests online que se pueden hacer para descubrir si uno lo sufre y no es difícil imaginar a Viv haciendo uno. Consiste en frases del tipo:
-Como madre, tengo la sensación de que voy con el piloto automático.
-Como madre, tengo la sensación de que todo es “demasiado”.
A las que hay que contestar con un medidor temporal:
-Jamás
-Un par de veces al año o menos
-Un par de veces al mes
-Una vez por semana
-Un par de veces por semana
-Cada día
Sería interesante también ver qué resultado les saldría en el test a Leda y a Nina, las dos madres que aparecen en La hija oscura, la película de Maggie Gyllenhaal basada en la novela del mismo título de Elena Ferrante. La hija oscura funciona también como un ensayo sobre la ambivalencia maternal, uno que se cuenta a través de esas dos madres que se encuentran en una playa griega en la que pasan sus vacaciones. La primera, Leda Caruso (Olivia Colman) tiene 48 años y dos hijas veinteañeras. La segunda, Nina (Dakota Johnson) andará por los 30 y acarrea (literalmente, en casi todas las escenas la lleva en brazos) con una niña de unos tres.
“Los hijos son una responsabilidad enorme”, le dice Leda, que es profesora universitaria y traductora, a la hermana de Nina, que está embarazada. Y aquí hay cierta traición de la traducción. Lo que dice en inglés es: “Children are a crushing responsability”. Ese “crushing” tiene más sentido como “aplastante” o “demoledor”.
En otra escena de la película, La Leda de veintitantos, a la que interpreta Jessie Taylor en una serie de flashbacks, está tratando de completar un trabajo frente al ordenador. Sus dos niñas pequeñas la interrumpen y ella le dice a su marido, también académico: “Es domingo, te toca a ti. Me estoy ahogando”. De hecho, la interrupción es un tema que va repitiéndose a lo largo del filme y que afecta tanto a Leda como a Nina. Su hija le tapa la boca con las manos cuando intenta hablar. Las niñas de la Leda veinteñaera intervienen cuando ella habla por teléfono con un superior, cuando ella intenta trabajar e incluso cuando se masturba. Es una decisión de guion magistral que traslada una idea clave: el tiempo de las madres no les pertenece, está siempre en préstamo y sus hijos, que a decir de Winnicott no las tienen en mucha consideración, pueden ejercer su señorío sobre él en cualquier momento, como pequeños tiranos que reclaman lo suyo.
Ante la pregunta que se hacía Caitlin Flanagan sobre Joan Didion –¿dónde estaba Quintana?, ¿dónde estaba la niña mientras Didion escribía? –, Leda no tiene la mejor respuesta. Tras un affaire con otro traductor, interpretado por el que es el marido de Gyllenhaal en la vida real, Peter Sarsgaard, se fue de su casa, dejó a las niñas a cargo de su pareja y de su propia madre, y no las vio en tres años. “¿Y cómo te sentiste?”, le pregunta Nina. “Genial” (“amazing”), responde ella. Ni Nina ni el espectador se lo acaban de creer.
Muchas firmas (femeninas, hasta el momento) han señalado que, sin inventar la pólvora ni pretender subvertir tabúes, estas dos películas hacen más por aportar retratos realistas de la maternidad contemporánea que otras decenas de títulos del siempre creciente cánon maternal. La periodista Emily Gould destacó en Vanity Fair un momento muy pequeño pero significativo de la película, cuando Leda se exaspera con sus hijas pequeñas, da un portazo y se rompe un cristal, que asusta a las niñas. “Es difícil explicar cómo, exactamente, se consigue esto pero la cámara de Gyllenhaal no juzga a Leda en ese momento, que tampoco es ilustrativo de que sea una mala madre, ni la convierte en víctima de circunstancias terribles. Es solo, dice el filme, una cosa que pasa”. Gould es una de las muchas firmas (femeninas) que han agradecido la aproximación al tema de las malas madres en La hija oscura y en C’mon, c’mon. Lydia Kiesling, en The New York Times, señala el contraste entre Viv y Leda con la protagonista de La asistenta, el superéxito de Netflix basado en la novela de Stephanie Land. En la serie, Alex, la joven madre a la que interpreta Margaret Qualley, jamás pierde los nervios cuando está con su hija. Por complicadas que sean sus circunstancias, y lo son –Alex no tiene casa, ni trabajo estable, rompe con su novio violento y tiene que preocuparse también de su madre mentalmente inestable–, su relación con la niña nunca sale de los parámetros de lo idílico. Ayuda el hecho de que en la serie la criatura sea más cercana a lo celestial que a ningún niño del planeta Tierra. Nunca se obstina, ni tiene rabietas ni impone su voluntad. A Alex tampoco se le concede momentos de rabia y frustración, a pesar de que la vida se los pone en bandeja. Atraviesa todo lo que le sucede con una generosidad y una paciencia infinitas. Es como si la serie no quisiera permitirse ese riesgo, el de que la madre y la hija pudieran tener alguna tara. Ya que es pobre, pudieron pensar los guionistas, al menos que sea 100% buena madre.
¿Es buena madre Penélope Cruz en Madres paralelas?, ¿Lo es Milena Smit? Solo Teresa, Aitana Sánchez-Gijón en la película, se autoexcluye de la competición, calificándose a si misma como “la peor madre del mundo”. Distante y preocupada por su profesión de actriz, que está aquí pintada casi como un acto de vanidad, Teresa no tienen muchas oportunidades para redimirse. La película de Almodóvar, la primera que tiene la palabra “madre” en el título de una filmografía obsesionada con lo maternal, se mueve en otros parámetros, los del melodrama y los del universo Almodóvar. Nunca va a estar entre sus objetivos el realismo –si no, Janis, o sea, Penélope Cruz, una fotógrafa freelance y madre soltera, no viviría en un pisazo con patio en Conde Duque–, aunque sí que hay intentos de mostrar la difícil conciliación con un bebé y de mostrar la ansiedad de la separación que invade a Janis cuando tiene que dejar a su hija, Cecilia, con una cuidadora. Cuando se ve abocada a otra separación más permanente, Janis se ve obligada a tomar una decisión que testa los límites del sacrificio materno.
Tanto a ella como al resto del contingente de madres del cine les encaja la famosa cita de Kate Chopin en El despertar, una novela contemporánea de Edith Wharton y Henry James que en su día levantó escándalo por asomarse a la ambivalencia materna. La protagonista, Edna Pontellier, dijo, en 1899: “Daría la vida por mis hijos, pero no me daría a mí misma”. Más de 130 años después, se siguen construyendo ficciones en torno a esa idea.