ARGENTINA BELLA: Salta- IRUYA, Poema de Manuel Castilla

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POEMA: IRUYA de Manuel J. Castilla

Iruya
de Manuel J. Castilla
a Juan Solís y María Eugenia 

Yo estuve viendo al hombre cuando alzaba la sombra de su casa
de hebra en hebra como un barracán tibio,
Vi sus manos lamiendo dócilmente trozos de piedra y barro.
Con uñas enlutadas lo he visto hacer en greda y pasto en sueño
la primera pared, el primer pecho de hombre sobre la cordillera,
lo he visto moldeando la cenicienta cara del silencio,
tomar el cielo entero, oscurecer su entraña mas celeste
y meterla en su casa como un trozo de lampara apagada.

Yo he visto hacer a Iruya.

Iba quiscudo, lleno de pajas bravas sobre el hombro para tapar lluvias.
Alzaba agua cantora de la boca del río soñoliento.
Lo vi batiendo el barro con el ala tiznada de los cóndores
como una pala de noche y de infinito.
Después que estuvo todo, hundía una a una la semilla en los cerros.
Un trigo, lleno de un pan dormido todavía, le doraba los ojos
como un viento que vuelve de hundir su pelo en los jardines
y sobre su hambre al aire los habales esbeltos
y el maíz amarillo desparramado y quieto como un tigre dormido.

Iruya estaba creada para siempre.

Blanca sobre la alzada palma del abismo
iba de dedo en dedo en las manos del hombre endureciéndose
y por los pedregales de sus cumbres, en acullicos secos,
por un alcohol forzudo trepaba miedo arriba.
Quise arrimarle fuego y mi fuego fue verde
porque mi leña era suave leña de musgo de apacheta
y ese humo lo ceñía y le cantaba
igual que un vino tierno.

Yo estuve viendo al albañil arrodillado. Su sombra iba pensando.
Lo he visto entre campanas que soltaban sus pájaros sonámbulos,
medio enterrado casi por sus dioses brutales
atropellar la virgen más celeste del cielo, corajearle,
y con un toro de cartón astearle polleras y puntillas.
Yo he visto cómo
con la cabeza blanca de un caballo saliendo de su vientre,
bufando él mismo, atado,
su miedo la adoraba entre rosadas rosas solitarias.

Entonces llegó el toro de la música. Su arena sollozante brotando de una caña melancólica.

Nadie lo vio morirse mugiendo y celebrándose
ni miró su cordero lanudo degollado y latiendo,
nadie le dio a la tierra su sangre pobre, muda y clamante,
nadie escuchó a las cajas machacar convocándolo.

Dios dentro de él cantaba puñaleado.

Nadie sintió su baba pegajosa empapando sus hombros,
nadie bebió el aliento de sus ángeles rojos apagándose,
nadie oyó en ese toro, herida tras herida, su melodía volcánica.

Nadie vio al toro,
nadie lo oyó en el cuerno de su erquencho acezando
ni entre sus tropezantes borbotones se hundió nadie
y nadie con su lengua lamió la tierra yerma
ni ha sentido su sapo lunoso atormentado,
nadie miró ese toro que mugiendo caía
de su cielo inocente, desgranado.

Ya no la tierra abriéndose a las lluvias,
ya no los rayos donde Dios hierve furias,
ya no los minerales hundidos refregándose tristes,
ya no los viejos dioses desnudos azotándose
con cañas de maíz a los pies de la noche, 
ya no,
ya no,
ya nada estaba allí dentro del toro,
en su bramido roto, parturiento y lloroso, ya no, ya nada,
nada,
sólo Iruya.

de Manuel J. Castilla Obras Completas Pág. 300
EUDEBA-

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