EL CERCO DE LOS SIETE COLORES
08 de enero de 2019
Verano caliente #21
El cerco de los siete colores
Postal tradicional del turismo joven norteño, el cerro fue alambrado por un músico jujeño que dice tener títulos de propiedad.
El purmamarqueño Edgardo Vilte cercó tramos linderos al cerro, y dice querer armar allí un anfiteatro público.
(Desde Purmamarca) Normalmente, cuando uno viaja a un sitio turístico o de relevancia determinada, estila sacarse la selfie, subirla, compartirla… y no más: es pequeño el porcentaje de personas que se hacen un tiempo más allá de la inmediatez fotogénica para preguntarse qué hay por encima y por detrás de aquello que nuestra mirada reduce a un decorado para embellecer los muros de nuestras redes sociales. Sin embargo, ninguno de los que se fotografió en el cerro de los Siete Colores durante diciembre pasado pudo desapercibir el cercado que rodeaba varios tramos de sus accesos siembre libres, abiertos y gratuitos. Un enrejado espantoso que viene a subrayar la idea de que en Jujuy nunca quedan claros los límites entre lo público y lo privado, entre lo que es de todos y lo que en realidad es de algunos.
En esa provincia, la discusión sobre los derechos posesorios sobre espacios y recursos públicos resulta un tema sensible para una sociedad acostumbrada históricamente a que los gobiernos provinciales administren a favor de los privados. Así se observa con los ingenios o las mineras, que se jactan de emplear a miles de personas aunque al mismo tiempo son acusadas de contaminar los suelos y el agua.
A diferencia de otras localidades de la Quebrada, como Tilcara, cuyo atractivo principal –el Pucará– se observa con claridad desde la ruta 9, para ver el cerro de los Siete Colores hay que desviarse un tramo hasta penetrar en Purmamarca, la ciudad que abraza esta maravilla natural pero que no está recostada sobre la Panamericana como sí Humahuaca, Uquía, Tumbaya o Maimará. Son unos cinco kilómetros por la misma ruta 52 que luego conduce a las Salinas Grandes y, más allá todavía, al Paso de Jama, que conecta con Chile. Tal vez por esta pequeña “dificultad de acceso” es que el cerro de los Siete Colores tiene más encanto que las otras postales jujeñas: uno cree inocentemente que esta especie de resguardo y ocultamiento la pone a salvo de la depredación. Incluso la Unesco declaró al sitio como patrimonio cultural e histórico de la Humanidad en 2003.
Así y todo, en noviembre pasado el purmamarqueño Edgardo Vilte dio la nota cercando varios tramos linderos al cerro. Vilte es un músico que fue funcionario provincial y pertenece a una familia de fuerte raigambre histórica en el pueblo que se dividió luego del conflicto. Según un video que él mismo difundió en las redes, Vilte reconoce que lo cercó para “limpiarlo” y “cuidarlo”. El objetivo final, dice, es levantar allí un anfiteatro público y natural.
Lo curioso es que, a pesar de la intención de instalar allí un foro abierto, la primera medida que tomó tras establecer el cercado fue colocar un cartel que indicaba en mayúscula: “PROHIBIDA LA ENTRADA. PROPIEDAD PRIVADA”. Vilte asegura que tiene los títulos de propiedad y tal. “Alambró dos accesos importantes hacia el cerro, de la parte del frente, que fueron quitados cuando la noticia llegó a los medios nacionales, pero aún no hizo lo mismo con otros similares en la parte de atrás”, alerta Daniel Condorí, referente de los vecinos purmamarqueños autoconvocados para evitar este emprendimiento que no queda del todo claro.
El cerro tiene una composición distinta a la mayoría de las elevaciones que conforman la Cordillera de los Andes. No se trata de una montaña sólida y maciza como, por ejemplo, las de la Patagonia, sino que tiene partes huecas. Y su cobertura es de arenisca, convirtiendo la superficie coloreada en una débil carcaza susceptible a cualquier movimiento. Es decir que toda maniobra, obra y construcción puede sacudirlo, percudirlo y poner en peligro su estructura.
En primera instancia, el gobierno jujeño le pidió a Vilte que retirara los cercos, algo que los vecinos denuncian que hizo sólo a medias. Mientras tanto, la Dirección de Patrimonio evaluará el proyecto, los títulos de propiedad y estudios de impacto ambiental que demoran mucho más tiempo que el que se tarda en montar un disparatado alambrado.
Este litigio abre un debate no sólo entre lo privado y lo público, sino también entre lo público y lo colectivo –palabras que parecen sinónimos pero que en verdad no lo son–. ¿Alguien imagina hacer miles de kilómetros para terminar sacándole fotos a un alambrado? Nadie puede apropiarse de un paisaje, del mismo modo que nadie puede hacerlo con la Luna. Aunque en ambos casos (Luna y cerro) fueron y son muchos quienes siguen intentando el mismo delirio.
En esa provincia, la discusión sobre los derechos posesorios sobre espacios y recursos públicos resulta un tema sensible para una sociedad acostumbrada históricamente a que los gobiernos provinciales administren a favor de los privados. Así se observa con los ingenios o las mineras, que se jactan de emplear a miles de personas aunque al mismo tiempo son acusadas de contaminar los suelos y el agua.
A diferencia de otras localidades de la Quebrada, como Tilcara, cuyo atractivo principal –el Pucará– se observa con claridad desde la ruta 9, para ver el cerro de los Siete Colores hay que desviarse un tramo hasta penetrar en Purmamarca, la ciudad que abraza esta maravilla natural pero que no está recostada sobre la Panamericana como sí Humahuaca, Uquía, Tumbaya o Maimará. Son unos cinco kilómetros por la misma ruta 52 que luego conduce a las Salinas Grandes y, más allá todavía, al Paso de Jama, que conecta con Chile. Tal vez por esta pequeña “dificultad de acceso” es que el cerro de los Siete Colores tiene más encanto que las otras postales jujeñas: uno cree inocentemente que esta especie de resguardo y ocultamiento la pone a salvo de la depredación. Incluso la Unesco declaró al sitio como patrimonio cultural e histórico de la Humanidad en 2003.
Así y todo, en noviembre pasado el purmamarqueño Edgardo Vilte dio la nota cercando varios tramos linderos al cerro. Vilte es un músico que fue funcionario provincial y pertenece a una familia de fuerte raigambre histórica en el pueblo que se dividió luego del conflicto. Según un video que él mismo difundió en las redes, Vilte reconoce que lo cercó para “limpiarlo” y “cuidarlo”. El objetivo final, dice, es levantar allí un anfiteatro público y natural.
Lo curioso es que, a pesar de la intención de instalar allí un foro abierto, la primera medida que tomó tras establecer el cercado fue colocar un cartel que indicaba en mayúscula: “PROHIBIDA LA ENTRADA. PROPIEDAD PRIVADA”. Vilte asegura que tiene los títulos de propiedad y tal. “Alambró dos accesos importantes hacia el cerro, de la parte del frente, que fueron quitados cuando la noticia llegó a los medios nacionales, pero aún no hizo lo mismo con otros similares en la parte de atrás”, alerta Daniel Condorí, referente de los vecinos purmamarqueños autoconvocados para evitar este emprendimiento que no queda del todo claro.
El cerro tiene una composición distinta a la mayoría de las elevaciones que conforman la Cordillera de los Andes. No se trata de una montaña sólida y maciza como, por ejemplo, las de la Patagonia, sino que tiene partes huecas. Y su cobertura es de arenisca, convirtiendo la superficie coloreada en una débil carcaza susceptible a cualquier movimiento. Es decir que toda maniobra, obra y construcción puede sacudirlo, percudirlo y poner en peligro su estructura.
En primera instancia, el gobierno jujeño le pidió a Vilte que retirara los cercos, algo que los vecinos denuncian que hizo sólo a medias. Mientras tanto, la Dirección de Patrimonio evaluará el proyecto, los títulos de propiedad y estudios de impacto ambiental que demoran mucho más tiempo que el que se tarda en montar un disparatado alambrado.
Este litigio abre un debate no sólo entre lo privado y lo público, sino también entre lo público y lo colectivo –palabras que parecen sinónimos pero que en verdad no lo son–. ¿Alguien imagina hacer miles de kilómetros para terminar sacándole fotos a un alambrado? Nadie puede apropiarse de un paisaje, del mismo modo que nadie puede hacerlo con la Luna. Aunque en ambos casos (Luna y cerro) fueron y son muchos quienes siguen intentando el mismo delirio.
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