Olga Orozco: vida de la poeta de las premoniciones funestas
"1920.
Nace el 17 de marzo en Toay, La Pampa, donde su padre tiene campos y
explota bosques. Reparte sus primeros años entre aquella población y
Buenos Aires"
(De una biografía cronológica)
…………………………………………
Hoy, en la punta casi final de esas frías veintisiete palabras –casi final se ha dicho: la mujer es inagotable– hay once libros de poemas, uno de relatos, y los cuatro mayores premios con que este exótico país del sur unge a sus poetas. Olga Orozco se llama la mujer, y vive entre libros, plantas y máscaras rituales, en el último piso de un bloque de cemento donde la aventura de la lagartija no sucede ni sucederá.
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Hoy, en la punta casi final de esas frías veintisiete palabras –casi final se ha dicho: la mujer es inagotable– hay once libros de poemas, uno de relatos, y los cuatro mayores premios con que este exótico país del sur unge a sus poetas. Olga Orozco se llama la mujer, y vive entre libros, plantas y máscaras rituales, en el último piso de un bloque de cemento donde la aventura de la lagartija no sucede ni sucederá.
–Toay, La Pampa. ¿Qué es nacer en Toay?
–Es no tener, como la gente de la ciudad, la pared contra la nariz. Es contar con la eternidad. Se puede seguir la aventura de la lagartija, la aventura de las escapadas a la hora de la siesta, la aventura de subir a un árbol lleno de fruta verde.
–¿Qué más?
–El circo, las romerías populares, las kermeses. Mirar los mirasoles de cerca. Echar hojas y flores en el agua de una tina y esperar que la noche y la escarcha armen un herbario maravilloso.
–Los amores del campo, digamos. ¿Y los terrores del campo?
–La lechuza. La noche interminable. La leyenda del monte que se traga a la gente. El pájaro negro que se queda con las almas. La solapa…
–Solapa, ha dicho. No sabe la prosaica idea que tengo yo de una solapa, señora.
–Es la mujer del sol. Se roba a los chicos que se escapan a la hora de la siesta.
–¿Cómo era la pequeña Olga de Toay?
–Sumisa por fuera, rebelde por dentro. Melancólica, tímida, escondida en los rincones.
–¿Para qué?
–Para meditar misterios.
–¿Encontraba las respuestas a tales misterios?
–Nunca. Por eso empecé a escribir. Para contestarme.
–¿A qué edad urdió un poema satisfactorio (el adjetivo es de Borges), un poema que todavía puede respetar?
–Creo que a los doce años.
–¿Lo tiene?
–No. A los diecisiete y tal vez a los dieciocho hice una gran quemazón.
–¿Una purificación por el fuego o una decisión doméstica?
–Ambas cosas.
–¿Primeros escritores que la atraparon?
–Salgari, Dickens y Verne. Naturalmente…
–¿Muertes en la familia?
–Dos hermanos antes de que yo naciera. Eran tiempos en que la meningitis y la tuberculosis no perdonaban. Y otro hermano. Después le cuento…
–¿Y en Buenos Aires, qué?
–Maestra, y la Facultad de Filosofía y Letras, como era de rigor.
–Después, el periodismo.
–Sí. En la revista Claudia. (Nota: una muy refinada publicación de la Editorial Abril)
–¿Los tiempos de su colección de seudónimos?
–Sí. Valentín Charpentier, Valeria Guzmán, Jorge Videla, etcétera.
–¿Por qué tantos? ¿Otro rito?
–No. Más simple. Mucho trabajo. En cada edición de la revista había cuatro o cinco notas mías. No podía firmarlas todas con mi nombre. No podía ni quería.
–Usted era famosa por sus horóscopos. Como rezaba el chiste, por los orózcopos. ¿Los inventaba?
–Jamás. Estudié astrología muchos años con María Julia Onetti, prima de Juan Carlos, el escritor. Con ella hacíamos los horóscopos de Clarín de los domingos y los firmábamos Canopus.
–¿Cree en todo eso?
–¡Absolutamente!
–¿Qué dice su horóscopo?
–Soy de Piscis con ascendencia en Acuario. Hay temas que se repiten: la permanencia religiosa, la adhesión a la magia –a lo oculto en general–, el tema del amor, el tema de la literatura. Bueno, usted sabe que el horóscopo muestra cuestiones de carácter y de posibilidades, pero no accidentes fatales, por ejemplo.
–¿Sufrió alguno?
–Se dice que al año y medio tuve meningitis. Me dieron por muerta. Según parece, tenía los ojos hacia atrás. Mi abuela llamó a la curandera del pueblo. Me pasaron de una tina de agua helada a una tina de agua hirviendo con mostaza. Fue como pasar del cielo al infierno, del infierno al cielo. Al amanecer, mis ojos volvieron a su sitio, mi respiración se tranquilizó, reviví. Me resucitaron.
–Y el mal no volvió, como en las leyendas con final feliz.
–Hasta cierto punto. Se decía entonces que el mal retornaba cada siete años. Y cada siete años yo veía que los mimos y los halagos crecían a mi alrededor. Sucedió a mis siete, a mis catorce y a mis veintiún años.
–¿Algo así como morir cuatro veces?
–Algo así.
–Mucho hemos hablado de la muerte y aun falta hablar de la muerte de su hermano. Lo prometió.
–Yo tenía cinco años, él veinte, y era muy parecido a mí. Mi madre me miraba y se ponía a llorar: tanto se lo recordaba. Cuando él estaba por morir me sacaron de la casa y me llevaron a un pueblo vecino. Pero insistí mucho en volver, y mi abuelo me hizo caso. El auto de la casa estaba descompuesto. Me llevó a caballo, al galope, en una noche de tormenta. Cuando llegué, mi hermano había muerto, y yo lo sabía.
–¿Por qué lo sabía?
–Porque siempre tuve videncias, premociones. Como mi madre y mi abuela.
–Se dice que usted tiraba el Tarot, y que lo abandonó porque tuvo una negra experiencia. ¿Es cierto?
–Sí. Vi en las cartas la muerte de un amigo muy querido, y se murió. Pasé años sin tocar esas cartas.
–Se dice también que volvió a ellas, y que las dejó definitivamente. ¿Otra muerte?
–No. Un sueño. Una especie de juicio público donde yo era la acusada. En las graderías del tribunal había gente de todas las épocas. Un soldado romano, un caballero medieval, una dama renacentista que se levantaban y me pedían cuentas por cosas que yo había prometido y que no se habían cumplido. Cuando el juez iba a bajar la mano para condenarme, me desperté con un grito horrible. Nunca más quise echar el Tarot…
–¿Cómo es su relación con Dios y el Diablo?
–No sé a qué llamamos Diablo. ¿Mi relación con el mal, dice usted?
–Si quiere, digo el mal.
–Combatirlo con el bien. El bien es infinito. Lo puede todo. El mal, en cambio, es muy limitado y repetitivo.
–¿Qué idea tiene de Dios? ¿Un Dios personal que interviene en las cuestiones humanas, algo que flota sobre las aguas, ¿qué?
–No, no, no. Lo veo. Lo veo actuando. Lo veo como una presencia. A veces, como la presencia de una ausencia. Como un Dios secreto y oculto, pero que está en todas las cosas.
–Es no tener, como la gente de la ciudad, la pared contra la nariz. Es contar con la eternidad. Se puede seguir la aventura de la lagartija, la aventura de las escapadas a la hora de la siesta, la aventura de subir a un árbol lleno de fruta verde.
–¿Qué más?
–El circo, las romerías populares, las kermeses. Mirar los mirasoles de cerca. Echar hojas y flores en el agua de una tina y esperar que la noche y la escarcha armen un herbario maravilloso.
–Los amores del campo, digamos. ¿Y los terrores del campo?
–La lechuza. La noche interminable. La leyenda del monte que se traga a la gente. El pájaro negro que se queda con las almas. La solapa…
–Solapa, ha dicho. No sabe la prosaica idea que tengo yo de una solapa, señora.
–Es la mujer del sol. Se roba a los chicos que se escapan a la hora de la siesta.
–¿Cómo era la pequeña Olga de Toay?
–Sumisa por fuera, rebelde por dentro. Melancólica, tímida, escondida en los rincones.
–¿Para qué?
–Para meditar misterios.
–¿Encontraba las respuestas a tales misterios?
–Nunca. Por eso empecé a escribir. Para contestarme.
–¿A qué edad urdió un poema satisfactorio (el adjetivo es de Borges), un poema que todavía puede respetar?
–Creo que a los doce años.
–¿Lo tiene?
–No. A los diecisiete y tal vez a los dieciocho hice una gran quemazón.
–¿Una purificación por el fuego o una decisión doméstica?
–Ambas cosas.
–¿Primeros escritores que la atraparon?
–Salgari, Dickens y Verne. Naturalmente…
–¿Muertes en la familia?
–Dos hermanos antes de que yo naciera. Eran tiempos en que la meningitis y la tuberculosis no perdonaban. Y otro hermano. Después le cuento…
–¿Y en Buenos Aires, qué?
–Maestra, y la Facultad de Filosofía y Letras, como era de rigor.
–Después, el periodismo.
–Sí. En la revista Claudia. (Nota: una muy refinada publicación de la Editorial Abril)
–¿Los tiempos de su colección de seudónimos?
–Sí. Valentín Charpentier, Valeria Guzmán, Jorge Videla, etcétera.
–¿Por qué tantos? ¿Otro rito?
–No. Más simple. Mucho trabajo. En cada edición de la revista había cuatro o cinco notas mías. No podía firmarlas todas con mi nombre. No podía ni quería.
–Usted era famosa por sus horóscopos. Como rezaba el chiste, por los orózcopos. ¿Los inventaba?
–Jamás. Estudié astrología muchos años con María Julia Onetti, prima de Juan Carlos, el escritor. Con ella hacíamos los horóscopos de Clarín de los domingos y los firmábamos Canopus.
–¿Cree en todo eso?
–¡Absolutamente!
–¿Qué dice su horóscopo?
–Soy de Piscis con ascendencia en Acuario. Hay temas que se repiten: la permanencia religiosa, la adhesión a la magia –a lo oculto en general–, el tema del amor, el tema de la literatura. Bueno, usted sabe que el horóscopo muestra cuestiones de carácter y de posibilidades, pero no accidentes fatales, por ejemplo.
–¿Sufrió alguno?
–Se dice que al año y medio tuve meningitis. Me dieron por muerta. Según parece, tenía los ojos hacia atrás. Mi abuela llamó a la curandera del pueblo. Me pasaron de una tina de agua helada a una tina de agua hirviendo con mostaza. Fue como pasar del cielo al infierno, del infierno al cielo. Al amanecer, mis ojos volvieron a su sitio, mi respiración se tranquilizó, reviví. Me resucitaron.
–Y el mal no volvió, como en las leyendas con final feliz.
–Hasta cierto punto. Se decía entonces que el mal retornaba cada siete años. Y cada siete años yo veía que los mimos y los halagos crecían a mi alrededor. Sucedió a mis siete, a mis catorce y a mis veintiún años.
–¿Algo así como morir cuatro veces?
–Algo así.
–Mucho hemos hablado de la muerte y aun falta hablar de la muerte de su hermano. Lo prometió.
–Yo tenía cinco años, él veinte, y era muy parecido a mí. Mi madre me miraba y se ponía a llorar: tanto se lo recordaba. Cuando él estaba por morir me sacaron de la casa y me llevaron a un pueblo vecino. Pero insistí mucho en volver, y mi abuelo me hizo caso. El auto de la casa estaba descompuesto. Me llevó a caballo, al galope, en una noche de tormenta. Cuando llegué, mi hermano había muerto, y yo lo sabía.
–¿Por qué lo sabía?
–Porque siempre tuve videncias, premociones. Como mi madre y mi abuela.
–Se dice que usted tiraba el Tarot, y que lo abandonó porque tuvo una negra experiencia. ¿Es cierto?
–Sí. Vi en las cartas la muerte de un amigo muy querido, y se murió. Pasé años sin tocar esas cartas.
–Se dice también que volvió a ellas, y que las dejó definitivamente. ¿Otra muerte?
–No. Un sueño. Una especie de juicio público donde yo era la acusada. En las graderías del tribunal había gente de todas las épocas. Un soldado romano, un caballero medieval, una dama renacentista que se levantaban y me pedían cuentas por cosas que yo había prometido y que no se habían cumplido. Cuando el juez iba a bajar la mano para condenarme, me desperté con un grito horrible. Nunca más quise echar el Tarot…
–¿Cómo es su relación con Dios y el Diablo?
–No sé a qué llamamos Diablo. ¿Mi relación con el mal, dice usted?
–Si quiere, digo el mal.
–Combatirlo con el bien. El bien es infinito. Lo puede todo. El mal, en cambio, es muy limitado y repetitivo.
–¿Qué idea tiene de Dios? ¿Un Dios personal que interviene en las cuestiones humanas, algo que flota sobre las aguas, ¿qué?
–No, no, no. Lo veo. Lo veo actuando. Lo veo como una presencia. A veces, como la presencia de una ausencia. Como un Dios secreto y oculto, pero que está en todas las cosas.
–Literatura. ¿Padeció mucho antes de editar su primer libro? (Nota: Desde lejos, 1946).
–No. Tuve mucha suerte. Ya había publicado poemas en Péñola, la revista de los estudiantes de Filosofía y Letras, y en Canto. En una reunión, Rafael Alberti leyó poemas de jóvenes y dijo: "Los poetas verdaderos son estos dos". Uno de los dos era yo. Estaba el editor Losada, y me dijo: "Tu primer libro es mío". Lo escribí, se lo llevé. Lo publicó. Y así durante años.
–¿Ganó dinero con sus libros?
–No, qué esperanza. Ningún poeta gana dinero con sus libros.
–¿Nos damos una vuelta por el cuestionario de Proust?
–Nos damos.
–¿Cuál es para usted el colmo de la miseria?
–Escarbar tanto para encontrar una moneda, que uno llegue a las antípodas.
–¿Cuál es su idea de la felicidad?
–El amor absoluto y permanente. Hasta la muerte.
–¿Qué faltas perdona?
–Las mentiras piadosas.
–¿Pintores preferidos?
–Chagall, Braque.
–¿Músicos?
–Mozart, Bach y Beethoven.
–¿Qué cualidad prefiere en el hombre?
–La rectitud.
–¿Y en la mujer?
–¿Las mujeres tienen cualidades?
–¿Sería capaz de matar?
–No.
–¿Qué le hubiera gustado ser?
–Siempre joven. Es decir, lo imposible.
–¿Cuál es su mayor defecto?
–La debilidad con apariencia de fortaleza.
–¿Qué es lo primero que la atrae de una mujer?
–Hum. No sé. Por lo visto tengo muy poco que ver con el mundo femenino.
–¿Y en un hombre?
–Soy muy frívola: tiene que ser muy buen mozo. Después viene todo lo demás.
–¿Color preferido?
–El verde. Sobre todo el verde musgo.
–¿Flor?
–Las rosas.
–¿Escritores en prosa, sus dioses?
–Faulkner. Kafka. Dostoyevski. Siempre vuelvo a ellos.
–¿Poetas?
–Rimbaud. Mallarmé. Elliot.
–¿Quiénes son sus héroes de la vida actual?
–Los ángeles de la guarda.
–¿Y del pasado?
–Juana de Arco.
–¿Lo que más detesta?
–Los insectos y las serpientes.
–¿Qué don natural le gustaría tener?
–La gracia.
–¿Cree en la inmortalidad del alma?
–Sí.
–¿Cómo le gustaría morir?
–¡No me gustaría morir!
–¿Cuál es el estado actual de su espíritu?
–La desazón. El hormigueo. Tengo muchos problemas inmediatos dentro de mi casa. Mi marido, Valerio, está enfermo, y hay muchos problemas en el país (Nota: esta entrevista data de julio de 1989).
–Es poeta. ¿No ha podido abstraerse de lo cotidiano, evitar instalarse en la historia?
–No. Las cosas me han lastimado, me han exaltado, me han empañado. Siempre me han hecho algo.
–¿Cómo ha sido en el amor?
–Muy constante. El amor ha existido siempre. Claro, lo que cambia es el compañero… (se ríe).
–¿Qué piensa de los premios literarios?
–Los tomo como un azar favorable. Es un viento astrológico que sopló a mi favor y que empujó a un montón de voluntades a ponerse de acuerdo sobre los interrogantes que plantean mis problemas. Son una añadidura, un regalo para lo que hago. Nada más.
–¿Cuál sería un premio verdadero?
–Acertar con lo que quiero decir cuando escribo. Nunca acierto. Siempre son aproximaciones.
–¿Cómo escribe un poema?
–Por la mañana y a máquina. A veces, con la máquina sobre las rodillas, como si domara un potro.
–¿De noche, por qué no?
–Porque lo que hago de noche es muy alucinatorio, menos sólido, menos válido. Deficiente, le diría.
–Siguen los terrores nocturnos, como en Toay.
–Son los mismos con distintos nombres. A la edad que tengo duermo con luz, porque la oscuridad está siempre habitada.
–¿Tiene premoniciones, como antes?
–Sí. Pero las sofoco, las distraigo, las alejo. Porque nunca son felices. La onda que más se capta es la patética, la trágica.
–Usted fumaba como un escuerzo, si me permite la grosera analogía, y dejó. ¿Puede escribir sin fumar? Norman Mailer confesó que luego de dejar sus cien cigarrillos por día tuvo que aprender a escribir de nuevo.
–Empecé a fumar a los trece años y escribí casi toda mi obra envuelta en una nube de humo. Dejé porque un brujo de Paysandú me dijo que estaba intoxicada y que iba a quedarme sorda. Cuando retomé la escritura lo hacía con un rosario en la mano, un alfiler de gancho que abría y cerraba con los dientes, y cuando me quedaba una mano libre me enredaba el pelo sobre la frente.
–¿Alguna vez hizo terapia?
–No.
–¿Qué piensa del psicoanálisis?
–Me parece muy útil.
–En esta charla habló mucho de vejez y de muerte. ¿Por qué?
–Para mí, el tiempo mismo es la muerte. Uno nace llorando, y debe salir llorando hacia el otro lado, ¿no? En cuanto al deterioro, ¿cómo no va a preocuparme? Me gustaría que me sacaran fotos al lado del elefante del zoológico: mis arrugas se notarían menos.
–De todos los objetos que la rodean, ¿a cuál quiere más?
–A esa akwaba que está allá arriba, en la biblioteca. En África las mujeres la llevan colgada en la espalda para invocar a la fertilidad.
–¿Tuvo hijos?
–No.
–No. Tuve mucha suerte. Ya había publicado poemas en Péñola, la revista de los estudiantes de Filosofía y Letras, y en Canto. En una reunión, Rafael Alberti leyó poemas de jóvenes y dijo: "Los poetas verdaderos son estos dos". Uno de los dos era yo. Estaba el editor Losada, y me dijo: "Tu primer libro es mío". Lo escribí, se lo llevé. Lo publicó. Y así durante años.
–¿Ganó dinero con sus libros?
–No, qué esperanza. Ningún poeta gana dinero con sus libros.
–¿Nos damos una vuelta por el cuestionario de Proust?
–Nos damos.
–¿Cuál es para usted el colmo de la miseria?
–Escarbar tanto para encontrar una moneda, que uno llegue a las antípodas.
–¿Cuál es su idea de la felicidad?
–El amor absoluto y permanente. Hasta la muerte.
–¿Qué faltas perdona?
–Las mentiras piadosas.
–¿Pintores preferidos?
–Chagall, Braque.
–¿Músicos?
–Mozart, Bach y Beethoven.
–¿Qué cualidad prefiere en el hombre?
–La rectitud.
–¿Y en la mujer?
–¿Las mujeres tienen cualidades?
–¿Sería capaz de matar?
–No.
–¿Qué le hubiera gustado ser?
–Siempre joven. Es decir, lo imposible.
–¿Cuál es su mayor defecto?
–La debilidad con apariencia de fortaleza.
–¿Qué es lo primero que la atrae de una mujer?
–Hum. No sé. Por lo visto tengo muy poco que ver con el mundo femenino.
–¿Y en un hombre?
–Soy muy frívola: tiene que ser muy buen mozo. Después viene todo lo demás.
–¿Color preferido?
–El verde. Sobre todo el verde musgo.
–¿Flor?
–Las rosas.
–¿Escritores en prosa, sus dioses?
–Faulkner. Kafka. Dostoyevski. Siempre vuelvo a ellos.
–¿Poetas?
–Rimbaud. Mallarmé. Elliot.
–¿Quiénes son sus héroes de la vida actual?
–Los ángeles de la guarda.
–¿Y del pasado?
–Juana de Arco.
–¿Lo que más detesta?
–Los insectos y las serpientes.
–¿Qué don natural le gustaría tener?
–La gracia.
–¿Cree en la inmortalidad del alma?
–Sí.
–¿Cómo le gustaría morir?
–¡No me gustaría morir!
–¿Cuál es el estado actual de su espíritu?
–La desazón. El hormigueo. Tengo muchos problemas inmediatos dentro de mi casa. Mi marido, Valerio, está enfermo, y hay muchos problemas en el país (Nota: esta entrevista data de julio de 1989).
–Es poeta. ¿No ha podido abstraerse de lo cotidiano, evitar instalarse en la historia?
–No. Las cosas me han lastimado, me han exaltado, me han empañado. Siempre me han hecho algo.
–¿Cómo ha sido en el amor?
–Muy constante. El amor ha existido siempre. Claro, lo que cambia es el compañero… (se ríe).
–¿Qué piensa de los premios literarios?
–Los tomo como un azar favorable. Es un viento astrológico que sopló a mi favor y que empujó a un montón de voluntades a ponerse de acuerdo sobre los interrogantes que plantean mis problemas. Son una añadidura, un regalo para lo que hago. Nada más.
–¿Cuál sería un premio verdadero?
–Acertar con lo que quiero decir cuando escribo. Nunca acierto. Siempre son aproximaciones.
–¿Cómo escribe un poema?
–Por la mañana y a máquina. A veces, con la máquina sobre las rodillas, como si domara un potro.
–¿De noche, por qué no?
–Porque lo que hago de noche es muy alucinatorio, menos sólido, menos válido. Deficiente, le diría.
–Siguen los terrores nocturnos, como en Toay.
–Son los mismos con distintos nombres. A la edad que tengo duermo con luz, porque la oscuridad está siempre habitada.
–¿Tiene premoniciones, como antes?
–Sí. Pero las sofoco, las distraigo, las alejo. Porque nunca son felices. La onda que más se capta es la patética, la trágica.
–Usted fumaba como un escuerzo, si me permite la grosera analogía, y dejó. ¿Puede escribir sin fumar? Norman Mailer confesó que luego de dejar sus cien cigarrillos por día tuvo que aprender a escribir de nuevo.
–Empecé a fumar a los trece años y escribí casi toda mi obra envuelta en una nube de humo. Dejé porque un brujo de Paysandú me dijo que estaba intoxicada y que iba a quedarme sorda. Cuando retomé la escritura lo hacía con un rosario en la mano, un alfiler de gancho que abría y cerraba con los dientes, y cuando me quedaba una mano libre me enredaba el pelo sobre la frente.
–¿Alguna vez hizo terapia?
–No.
–¿Qué piensa del psicoanálisis?
–Me parece muy útil.
–En esta charla habló mucho de vejez y de muerte. ¿Por qué?
–Para mí, el tiempo mismo es la muerte. Uno nace llorando, y debe salir llorando hacia el otro lado, ¿no? En cuanto al deterioro, ¿cómo no va a preocuparme? Me gustaría que me sacaran fotos al lado del elefante del zoológico: mis arrugas se notarían menos.
–De todos los objetos que la rodean, ¿a cuál quiere más?
–A esa akwaba que está allá arriba, en la biblioteca. En África las mujeres la llevan colgada en la espalda para invocar a la fertilidad.
–¿Tuvo hijos?
–No.
……………………………………
Todo empieza a ser incómodo en ese extraño piso diez donde sólo faltan
plantas carnívoras para que la sensación de asfixia alcance la
perfección. La charla ha sido dura, ríspida, antipática a veces, y los
ojos verdes de la mujer miran con más "adiós" que "hola". Con más "no lo
soporto" que "siga, por favor". El cronista, sin embargo, no se rinde, a
pesar de que la recién desaparecida lluvia y el recién salido sol
instalan en la ventana un resplandor insoportable. Objetos, objetos,
objetos. Vasijas inocentes y no tanto, máscaras rituales, armas
tortuosas y remotas, cuero, papel, hueso, metales. El cronista se siente
casi tonto cuando le pregunta:
–¿Cuál es su objeto favorito, y por qué? Eso, si mi curiosidad no le parece obvia.
Y se siente definitivamente tonto cuando oye la respuesta:
–Ninguna curiosidad es obvia. Todas intentan percibir el universo. Pero ya que debo contestar, bueno: es Buga, esa estatuita que está allá arriba.
Buga es chata, oscura, acaso de barro. Buga es una especie de enana panzona con grandes pechos hasta la barriga. Cuenta la mujer que es la diosa de la fertilidad entre las mujeres bantúes. Y ahora sí, se levanta, abandona la máquina de escribir que tenía entre las rodillas (queda la máquina en la alfombra colorada como un difunto o un cachivache abandonado), abre la puerta y dice adiós. Antes de salir, el cronista pasa por una puerta abierta que da a una pieza oscura, a una cama, a un bulto blanco en la cama, al contorno inequívoco de un carricoche.
–¿…?
–El hombre es mi marido, paralítico desde hace tres años. El cochecito de bebé está vacío. Nunca pude tener hijos.
Después, la jaula del ascensor se desploma. Después, los zapatos del cronista se mojan en un gran charco. Pero la estrepitosa calle es una exacta y esperada fuga, ahora y en la hora en que, a diez mil kilómetros, un chico negro escapa, en el fondo de una choza, de las tripas de una mujer bantú. De una choza donde reina Buga.
Y se siente definitivamente tonto cuando oye la respuesta:
–Ninguna curiosidad es obvia. Todas intentan percibir el universo. Pero ya que debo contestar, bueno: es Buga, esa estatuita que está allá arriba.
Buga es chata, oscura, acaso de barro. Buga es una especie de enana panzona con grandes pechos hasta la barriga. Cuenta la mujer que es la diosa de la fertilidad entre las mujeres bantúes. Y ahora sí, se levanta, abandona la máquina de escribir que tenía entre las rodillas (queda la máquina en la alfombra colorada como un difunto o un cachivache abandonado), abre la puerta y dice adiós. Antes de salir, el cronista pasa por una puerta abierta que da a una pieza oscura, a una cama, a un bulto blanco en la cama, al contorno inequívoco de un carricoche.
–¿…?
–El hombre es mi marido, paralítico desde hace tres años. El cochecito de bebé está vacío. Nunca pude tener hijos.
Después, la jaula del ascensor se desploma. Después, los zapatos del cronista se mojan en un gran charco. Pero la estrepitosa calle es una exacta y esperada fuga, ahora y en la hora en que, a diez mil kilómetros, un chico negro escapa, en el fondo de una choza, de las tripas de una mujer bantú. De una choza donde reina Buga.
(Post
scriptum: Olga Orozco murió en 1999, a sus 79 años. Su premiada obra
poética es original e inquietante. Conseguir sus libros y abordarlos es
una gratificante aventura).
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