CHILE: una corriente dentro del pensamiento feminista, representada por LAS TESIS, desde Valparaíso.
“Nos roban todo, menos la rabia”: adelanto del manifiesto feminista de Las Tesis
Reproducimos el primer capítulo del libro ‘Quemar el miedo’El colectivo Las Tesis interpreta la 'performance' 'Un violador en tu camino' en Buenos Aires en febrero de 2020.EUROPA PRESS
EL PAÍS
26 FEB 2021 -Las Tesis, el famoso colectivo feminista conformado por cuatro artistas chilenas, publicará el 3 de marzo un manifiesto en todos los países hispanohablantes de América Latina y en España (editorial Planeta). El grupo, que reside en la ciudad costera de Valparaíso, se hizo conocer en 2019 después de que miles de mujeres alrededor del mundo decidieran reproducir su corta performance denunciando la violencia estatal contra ellas, Un violador en tu camino. El PAÍS publica a continuación un extracto del manifiesto, su primer capítulo:
“Nos roban todo, menos la rabia”.
La rabia, en el reino animal, puede contagiarse cuando un animal clava sus dientes en el cuerpo de otro. El virus viaja desde donde se produjo la herida hasta el cerebro. Primero, provoca una inflamación y, después, la muerte. Pero a esta inherente capacidad mortal de propagar la enfermedad incurable, podríamos sumar otro tipo de rabia. Una que lleva siglos sin cura. Un sistema atávico y rancio que también ataca el cuerpo. Nuestros cuerpos. Nos hiere, nos inmoviliza y nos mata.
Tenemos rabia. Rabia contra la opresión milenaria. Rabia contra la impunidad histórica. Rabia y miedo de ser agredidas, asesinadas, olvidadas.
El patriarcado late en las venas de gobiernos y poderosos, de los medios de comunicación, de la policía. Atraviesa los distintos sectores socioeconómicos. Se infiltra en tribunales de justicia. Cruza subterráneamente —y, a veces, tan obviamente— al Estado. Se convierte en la expresión de la furia del narco y las maras centroamericanas que usan a las mujeres como escudo y como botín de venganza, nefasta tradición ancestral que perdura hasta nuestros días. Todo lo que toca el patriarcado lo convierte en rabia.
Tenemos rabia. Rabia ante la invisibilización constante de nuestros abusos. ¿Por qué casi todas las mujeres que conoces han sido víctimas de abuso y los hombres no conocen a un solo abusador? Porque no lo ven. Porque en su privilegio nuestra sangre es invisible.
Cuando éramos chicas nos tocaron muchas veces en la calle, y vivimos en carne propia el acoso impune. Nos agarraron el culo, nos frotaron el pene en un bus. Nos besaron a la fuerza. Nos denigraron. Nos abusaron de niñas, jóvenes y luego adultas; borrachas y sobrias. Una vez, mientras nosotras caminábamos por Valparaíso, salió un tipo de entre los matorrales y gritó: «Te gusta que te lo metan por el hoyo. ¡Corre, perra!». Y no quedó otra alternativa más que correr. Y ese acoso, que es invisible para muchos, lo vivimos todos los días sin poder denunciar.
Nuestro testimonio siempre está en tela de juicio, siempre es cuestionable, dudoso, nunca es suficiente. La presunción de inocencia arrasa con nuestra verdad. La impunidad del abuso, de la violación, está normalizada y la revictimización constante es insoportable. Aun así, nos odian cuando salimos, en masa, a decirles que ya no toleramos su maltrato, violencia y tortura.
Cuando creamos un violador en tu camino recibimos muchísimas amenazas por redes sociales digitales. Incomodó, y la primera reacción de muchas personas fue defenderse con un «no todos somos así». Incluso, algunos dijeron: «¿Por qué me dicen violador si yo no lo soy?». Cuando evidentemente se trata de una puesta en escena, una performance que apunta a una condena a la que estamos expuestas. Es una forma artística de decir que no estamos seguras. Pero a ellos les cuesta verlo, verse, deconstruirse. Saben que no se salva nadie, o casi nadie. No se salva tu padre ni tu abuelo ni tu hermano. Ni el novio que dice ser «sororo» y te promete amor eterno. Ni el compañero de marchas que, si hurga en su vida, encontrará más de una historia de maltrato donde fue autor o cómplice de menoscabo. Porque muchos han abusado de alguna u otra forma de una mujer y/o de una disidencia sexual.
Han herido, han castigado emocionalmente, han minimizado, le han tratado de explicar situaciones laborales o académicas a alguien como si fuera inferior. Han perpetuado la brecha salarial. Se han burlado y han negado las subjetividades e identidades que no corresponden al binarismo patriarcal; como si el género solo se limitara a hombres y mujeres. Han abusado de sus privilegios. Han violado.
El patriarcado es un juez que nos juzga por nacer. Nacer con vulva o sin ella, nacer disidente en el más y menos amplio de los sentidos, nos enlaza funestamente a la brutalidad. Todo lo que el patriarcado toca lo convierte en brutalidad. Y nosotras sabemos que pueden seguir inventando formas aún más crueles de matarnos.
Lo supo Lucía Pérez, una joven argentina de 16 años a la que violaron, empalaron, drogaron y torturaron hasta la muerte. La justicia condenó a los acusados de su asesinato solo por venta de drogas y descartaron cualquier ataque sexual en su contra.
Lo supo Jesica Tejeda cuando tenía 34 años. Juan César Augusto Huaripata, su pareja, la asesinó de 30 puñaladas en Rosales, Perú. Pero no solo lo supo Jesica, sino que también todo su barrio, porque cuando acudieron por ayuda a la comisaría, que estaba solo a 200 metros, la policía tardó una hora en llegar. Asesinaron a Jesica y también a su hijo de 15 años. El feminicida incendió la casa para intentar borrar las huellas.
Lo supo Brenda Micaela Gordillo, de 24 años, a quien su pareja, Naim Vera, asesinó en Catamarca, Argentina, solo por el hecho de estar embarazada. Para que nadie descubriera el crimen, él cocinó los restos de Brenda en una parrilla.
Lo supo Nicole Saavedra, lesbiana, en Limache, Chile. Tenía 23 años cuando Víctor Pulgar la secuestró, violó, torturó y asesinó, viviendo impune por más de 3 años gracias a la desidia y negligencia judicial.
Lo supo Ámbar Cornejo, en Villa Alemana, Chile. Tenía 16 años y la pareja de su madre, Hugo Bustamante, la violó, asesinó, descuartizó y enterró debajo de la casa; un hombre que antes había asesinado a otra mujer y a su hijo. Sin embargo, la justicia lo liberó 17 años antes de que cumpliera esa primera condena.
Lo sabemos todas las mujeres del mundo, porque no caminamos tranquilas por las calles. Porque si nos violan, nos apuntan como culpables. Porque los sistemas de justicia son inoperantes y las precarias medidas de protección que ofrecen frente a un agresor nunca son suficientes. Porque los candidatos a presidir los gobiernos se llenan la boca con eslóganes sobre igualdad, pero no plantean soluciones estatales para detener los feminicidios.
Porque es mentira que nos protegen. Porque es mentira que nos quieren vivas. Lo vemos cuando rechazan la educación sexual integral. Lo vemos cuando rechazan el cambio sociocultural y político que necesitamos para abolir las opresiones y violencias de género.
Nos roban todo, menos la rabia, y nuestra rabia los intranquiliza. Quieren que sigamos en nuestras casas como si nada pasara. Les molesta que salgamos con una venda en los ojos, vestidas con ropa ligera, nocturna y sugerente para cantarles que los violadores son ellos. Pero nosotras no nos cansamos de gritar. Hasta que esa rabia se convierta en revolución. Y les hierve el hoyo, les enfurece, al ver que nos cansamos de esperar cambios desde sus políticas y que nos organizamos de forma independiente y autogestionada. Les hierve el hoyo que confiemos en organizaciones y colectivos feministas antes que en sus instituciones patriarcales y coloniales. Les hierve el hoyo que recurramos a ellas al ser víctimas de violencia, o que abortemos juntas y juntes en nuestras casas; ilegales, clandestinas. Les hierve el hoyo que nos caguemos en sus políticas de Estado, porque no nos cuida la policía, nos cuidan nuestras amigas.
Todas las mujeres que mencionamos antes murieron o tuvieron juicios en los últimos dos años y son solo ejemplos de la barbarie que cruza a este sistema; cifras que la sociedad patriarcal se niega a retener, porque no es difícil de leer si solo nos fijamos en el año 2019. México: 916 muertas. Perú: 168 feminicidios. Brasil: 1314. En Honduras, 55 mujeres fueron asesinadas en los primeros seis meses de confinamiento por covid-19.
¿Quieren hablar de un virus que se propaga sin cura? Nos están matando.
Lo supo Ingrid Escamilla, una joven mexicana de 25 años a quien su pareja, Érick Robledo, asesinó y desolló. Expusieron su cuerpo mutilado en los medios de comunicación y un video con el relato de su feminicida ayudó a victimizarlo. Los medios aún no aprenden a relatar de qué forma nos asesinan. Las fotos denigraron todavía más su partida y otros hombres se dieron el tiempo de postear bajo las imágenes de su cuerpo mutilado: «Qué hermoso el odio consumado, qué belleza de imágenes, qué delicia de homicidio».
¿Todavía quieren saber por qué tenemos rabia?
Reproducimos el primer capítulo del libro ‘Quemar el miedo’El colectivo Las Tesis interpreta la 'performance' 'Un violador en tu camino' en Buenos Aires en febrero de 2020.EUROPA PRESS
EL PAÍS
26 FEB 2021 -Las Tesis, el famoso colectivo feminista conformado por cuatro artistas chilenas, publicará el 3 de marzo un manifiesto en todos los países hispanohablantes de América Latina y en España (editorial Planeta). El grupo, que reside en la ciudad costera de Valparaíso, se hizo conocer en 2019 después de que miles de mujeres alrededor del mundo decidieran reproducir su corta performance denunciando la violencia estatal contra ellas, Un violador en tu camino. El PAÍS publica a continuación un extracto del manifiesto, su primer capítulo:
“Nos roban todo, menos la rabia”.
La rabia, en el reino animal, puede contagiarse cuando un animal clava sus dientes en el cuerpo de otro. El virus viaja desde donde se produjo la herida hasta el cerebro. Primero, provoca una inflamación y, después, la muerte. Pero a esta inherente capacidad mortal de propagar la enfermedad incurable, podríamos sumar otro tipo de rabia. Una que lleva siglos sin cura. Un sistema atávico y rancio que también ataca el cuerpo. Nuestros cuerpos. Nos hiere, nos inmoviliza y nos mata.
Tenemos rabia. Rabia contra la opresión milenaria. Rabia contra la impunidad histórica. Rabia y miedo de ser agredidas, asesinadas, olvidadas.
El patriarcado late en las venas de gobiernos y poderosos, de los medios de comunicación, de la policía. Atraviesa los distintos sectores socioeconómicos. Se infiltra en tribunales de justicia. Cruza subterráneamente —y, a veces, tan obviamente— al Estado. Se convierte en la expresión de la furia del narco y las maras centroamericanas que usan a las mujeres como escudo y como botín de venganza, nefasta tradición ancestral que perdura hasta nuestros días. Todo lo que toca el patriarcado lo convierte en rabia.
Tenemos rabia. Rabia ante la invisibilización constante de nuestros abusos. ¿Por qué casi todas las mujeres que conoces han sido víctimas de abuso y los hombres no conocen a un solo abusador? Porque no lo ven. Porque en su privilegio nuestra sangre es invisible.
Cuando éramos chicas nos tocaron muchas veces en la calle, y vivimos en carne propia el acoso impune. Nos agarraron el culo, nos frotaron el pene en un bus. Nos besaron a la fuerza. Nos denigraron. Nos abusaron de niñas, jóvenes y luego adultas; borrachas y sobrias. Una vez, mientras nosotras caminábamos por Valparaíso, salió un tipo de entre los matorrales y gritó: «Te gusta que te lo metan por el hoyo. ¡Corre, perra!». Y no quedó otra alternativa más que correr. Y ese acoso, que es invisible para muchos, lo vivimos todos los días sin poder denunciar.
Nuestro testimonio siempre está en tela de juicio, siempre es cuestionable, dudoso, nunca es suficiente. La presunción de inocencia arrasa con nuestra verdad. La impunidad del abuso, de la violación, está normalizada y la revictimización constante es insoportable. Aun así, nos odian cuando salimos, en masa, a decirles que ya no toleramos su maltrato, violencia y tortura.
Cuando creamos un violador en tu camino recibimos muchísimas amenazas por redes sociales digitales. Incomodó, y la primera reacción de muchas personas fue defenderse con un «no todos somos así». Incluso, algunos dijeron: «¿Por qué me dicen violador si yo no lo soy?». Cuando evidentemente se trata de una puesta en escena, una performance que apunta a una condena a la que estamos expuestas. Es una forma artística de decir que no estamos seguras. Pero a ellos les cuesta verlo, verse, deconstruirse. Saben que no se salva nadie, o casi nadie. No se salva tu padre ni tu abuelo ni tu hermano. Ni el novio que dice ser «sororo» y te promete amor eterno. Ni el compañero de marchas que, si hurga en su vida, encontrará más de una historia de maltrato donde fue autor o cómplice de menoscabo. Porque muchos han abusado de alguna u otra forma de una mujer y/o de una disidencia sexual.
Han herido, han castigado emocionalmente, han minimizado, le han tratado de explicar situaciones laborales o académicas a alguien como si fuera inferior. Han perpetuado la brecha salarial. Se han burlado y han negado las subjetividades e identidades que no corresponden al binarismo patriarcal; como si el género solo se limitara a hombres y mujeres. Han abusado de sus privilegios. Han violado.
El patriarcado es un juez que nos juzga por nacer. Nacer con vulva o sin ella, nacer disidente en el más y menos amplio de los sentidos, nos enlaza funestamente a la brutalidad. Todo lo que el patriarcado toca lo convierte en brutalidad. Y nosotras sabemos que pueden seguir inventando formas aún más crueles de matarnos.
Lo supo Lucía Pérez, una joven argentina de 16 años a la que violaron, empalaron, drogaron y torturaron hasta la muerte. La justicia condenó a los acusados de su asesinato solo por venta de drogas y descartaron cualquier ataque sexual en su contra.
Lo supo Jesica Tejeda cuando tenía 34 años. Juan César Augusto Huaripata, su pareja, la asesinó de 30 puñaladas en Rosales, Perú. Pero no solo lo supo Jesica, sino que también todo su barrio, porque cuando acudieron por ayuda a la comisaría, que estaba solo a 200 metros, la policía tardó una hora en llegar. Asesinaron a Jesica y también a su hijo de 15 años. El feminicida incendió la casa para intentar borrar las huellas.
Lo supo Brenda Micaela Gordillo, de 24 años, a quien su pareja, Naim Vera, asesinó en Catamarca, Argentina, solo por el hecho de estar embarazada. Para que nadie descubriera el crimen, él cocinó los restos de Brenda en una parrilla.
Lo supo Nicole Saavedra, lesbiana, en Limache, Chile. Tenía 23 años cuando Víctor Pulgar la secuestró, violó, torturó y asesinó, viviendo impune por más de 3 años gracias a la desidia y negligencia judicial.
Lo supo Ámbar Cornejo, en Villa Alemana, Chile. Tenía 16 años y la pareja de su madre, Hugo Bustamante, la violó, asesinó, descuartizó y enterró debajo de la casa; un hombre que antes había asesinado a otra mujer y a su hijo. Sin embargo, la justicia lo liberó 17 años antes de que cumpliera esa primera condena.
Lo sabemos todas las mujeres del mundo, porque no caminamos tranquilas por las calles. Porque si nos violan, nos apuntan como culpables. Porque los sistemas de justicia son inoperantes y las precarias medidas de protección que ofrecen frente a un agresor nunca son suficientes. Porque los candidatos a presidir los gobiernos se llenan la boca con eslóganes sobre igualdad, pero no plantean soluciones estatales para detener los feminicidios.
Porque es mentira que nos protegen. Porque es mentira que nos quieren vivas. Lo vemos cuando rechazan la educación sexual integral. Lo vemos cuando rechazan el cambio sociocultural y político que necesitamos para abolir las opresiones y violencias de género.
Nos roban todo, menos la rabia, y nuestra rabia los intranquiliza. Quieren que sigamos en nuestras casas como si nada pasara. Les molesta que salgamos con una venda en los ojos, vestidas con ropa ligera, nocturna y sugerente para cantarles que los violadores son ellos. Pero nosotras no nos cansamos de gritar. Hasta que esa rabia se convierta en revolución. Y les hierve el hoyo, les enfurece, al ver que nos cansamos de esperar cambios desde sus políticas y que nos organizamos de forma independiente y autogestionada. Les hierve el hoyo que confiemos en organizaciones y colectivos feministas antes que en sus instituciones patriarcales y coloniales. Les hierve el hoyo que recurramos a ellas al ser víctimas de violencia, o que abortemos juntas y juntes en nuestras casas; ilegales, clandestinas. Les hierve el hoyo que nos caguemos en sus políticas de Estado, porque no nos cuida la policía, nos cuidan nuestras amigas.
Todas las mujeres que mencionamos antes murieron o tuvieron juicios en los últimos dos años y son solo ejemplos de la barbarie que cruza a este sistema; cifras que la sociedad patriarcal se niega a retener, porque no es difícil de leer si solo nos fijamos en el año 2019. México: 916 muertas. Perú: 168 feminicidios. Brasil: 1314. En Honduras, 55 mujeres fueron asesinadas en los primeros seis meses de confinamiento por covid-19.
¿Quieren hablar de un virus que se propaga sin cura? Nos están matando.
Lo supo Ingrid Escamilla, una joven mexicana de 25 años a quien su pareja, Érick Robledo, asesinó y desolló. Expusieron su cuerpo mutilado en los medios de comunicación y un video con el relato de su feminicida ayudó a victimizarlo. Los medios aún no aprenden a relatar de qué forma nos asesinan. Las fotos denigraron todavía más su partida y otros hombres se dieron el tiempo de postear bajo las imágenes de su cuerpo mutilado: «Qué hermoso el odio consumado, qué belleza de imágenes, qué delicia de homicidio».
¿Todavía quieren saber por qué tenemos rabia?
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