La vejez vista en Glenda Jackson
La película 'Elizabeth está desaparecida' que protagoniza ya se puede ver en HBO y HBO Go
El regreso de Glenda Jackson
Glenda Jackson ha regresado a la actuación. Esa fue la noticia hace poco menos de dos años cuando Elizabeth está desaparecida, película producida por BBC One y basada en la exitosa novela de Emma Healey, se estrenó en la cadena británica. No tardaron en llegar las críticas maravilladas, luego los premios BAFTA y los Emmy internacionales, y recientemente, y algo demorado por los tiempos del streaming y la pandemia, el desembarco al otro lado del Atlántico. Más allá de los méritos del austero policial televisivo dirigido por Aisling Walsh, lo que despierta un arrebatado entusiasmo es ver nuevamente a Glenda Jackson en acción, después de más de 25 años de extrañarla, justo desde su retiro de la actuación para dedicarse a la actividad parlamentaria. Es cierto que hace algunos años ofreció su inconfundible voz a una serie de adaptaciones de Emile Zola para Radio 4 de la BBC, también subió a los escenarios teatrales londinenses bajo la piel del Rey Lear de Shakespeare, y también ganó un Tony por su participación en Tres mujeres altas de Edward Albee en Broadway. Pero ahora su imagen reaparece en la pantalla ante nuestra expectante mirada, aquella que la recuerda como si nunca se hubiera ido.
Elizabeth está desaparecida es un discreto
whodunit que sigue la errática investigación de una mujer con Alzheimer
para descubrir el paradero de su amiga perdida en el jardín de su casa.
Maude (Jackson) vive sola en su casita de los suburbios del norte de
Inglaterra, rodeada de carteles que le anuncian aquello que su memoria
ha olvidado. Su vida presente está construida en base a esos indicios
recurrentes que debe descifrar, convertir en el mapa de ese recuerdo
plagado de agujeros que ha dejado la enfermedad. Una tarde, entre las
compras de duraznos en almíbar y las visitas de su nieta adolescente,
Maude recuerda que Elizabeth (Maggie Steed) la espera para el día de
jardinería. Hundida en la tierra húmeda, Maude descubre una vieja
polvera, opaca por el paso del tiempo pero dotada del brillo de la
evocación. Como un rayo de luz, las imágenes de su adolescencia retornan
y con ellas el recuerdo de su hermana Sukey (Sophie Rundle), una
verdadera belleza de los años 40 modelada en el porte de Lana Turner. En
esa laguna que sigue al recuerdo se entrelazan la memoria de Sukey y la
desaparición repentina de Elizabeth, piezas de un misterio cuya
revelación parece aguardar paciente en su interior.
Jackson construye a su Maude con la maestría de siempre, con ese énfasis de su voz cascada que habitó en sus personajes emblemáticos. Hay algo en esa mujer octogenaria que batalla con sus hijos el derecho a su emancipación que recuerda a sus rebeldes de siempre, a la Gudrun de Mujeres apasionadas (1969) por la que ganó su primer Oscar, o a la Nina voraz que resiste el desprecio de Tchaikovsky en La otra cara del amor (1970), también dirigida por Ken Russell. El brillo de Jackson sigue intacto en su mirada, y su empeño en encontrar a Elizabeth pese al silencio de los que la rodean, al desinterés de la policía o a esa obsesión que parece irritar a extraños y conocidos, se aloja en su deuda con el pasado, en ese tiempo encerrado en su recuerdo que insiste en desentrañar. La directora Aisling Walsh juega con la cáscara del policial, siguiendo los pasos exactos de la novela, plantando en el centro de su relato la desaparición de Elizabeth, los indicios –como los anteojos olvidados en su casa- que señalan algo siniestro, un hecho de violencia que agita al barrio, ese halo de extraña conspiración que parece unir a todos los involucrados en un pacto de silencio. Pero Maude insiste una y otra vez, y así como no registra parte de su presente sí persiste en la búsqueda de su amiga, ese enclave de certeza que le asegura que su memoria sigue viva.
“El centro de la historia son el Alzheimer y la demencia, temas que recuerdan ese agujero negro que todos tememos. En las sociedades occidentales, en las que vivimos cada vez más tiempo, surge la inevitable pregunta sobre cómo cuidar de nosotros mismos. Esta película está basada en el libro de una joven a partir de las experiencias con su abuela, y de hecho se trata de nosotros, de cómo afrontamos el hecho de que vivimos más, de todas aquellas cosas que rodean a esa experiencia” relataba Glenda Jackson en una entrevista con la revista Vogue a comienzos de este año. Y ese es el recorrido que propone la película, convertir los retazos de su memoria en pequeñas piezas de un misterio. Maude recoge los papelitos de sus bolsillos como un detective del film noir, regresa a la escena de la desaparición para recoger pistas desatendidas, explora una y otra vez los pasos de aquella tarde. Pero el pasado siempre regresa, como las imágenes dispersas de esa adolescencia atada al glamor de su hermana, al aprendizaje del dolor y la pérdida, a la consciencia de que la memoria es también el testimonio de una historia vivida.
Una a una vuelven las imágenes de Glenda Jackson en el cine, como los recuerdos del pasado que asaltan a Maude. La espléndida capelina que lleva su audaz Vickie Allessio en Un toque de distinción (1973) cuando corre por los recovecos del barrio chino londinense para encontrarse con su amante, un torpe George Segal asediado por sus inalcanzables sueños de aventura. La Vickie de Jackson es una de sus tantas mujeres libres, diseñadora de modas divorciada y dispuesta a un fin de semana de sexo y sol en Málaga con un hombre casado, segura de su placer y esquiva a toda norma. El recuerdo de aquella comedia es quizás el de su segundo Oscar, o el de las canciones melosas de Sammy Cahn, o tal vez ese peinado exquisito que llevaba en los campos de golf españoles como si el viento no se atreviera a tocar su perfección. Pero después de todo siempre es Glenda, como aquella intempestiva Alex de Dos amores en conflicto (1971), emblema del Swinging London de John Schlesinger en los tempranos 70. Alex compartía el amor de un joven obrero de esa Inglaterra en crisis con el médico gay que interpretaba Peter Finch, desafiaba los mandatos paternos, vivía el sexo y la pasión, los desencuentros y frustraciones de su generación. Termómetro de una nueva era, el retrato de Jackson es audaz y desgarrador, como lo fueron siempre sus mujeres, más allá de los mandatos y las convenciones.
La infancia de Glenda transcurrió en una zona pobre de Cheshire, al noreste de Inglaterra, hasta que ganó una prestigiosa beca en la Real Academia de Arte Dramático de Londres y se convirtió en uno de los nombres más prometedores de la Royal Shakespeare Company. Hija de un albañil y una empleada doméstica, su formación en la actuación fue veloz y autodidacta, y su aprendizaje conjugó la curiosidad y la aguda inteligencia. “Mi madre se debatió entre dos estrellas de Hollywood para elegir mi nombre”, contaba en una entrevista con The Guardian hace algunos meses. “Glenda Farrell y Shirley Temple. Creo que estoy muy agradecida de que haya optado por la señora Farrell”. Y fue ese nombre atípico el que brilló en su triunfo en Mujeres apasionadas, cuando no solo ganó el Oscar a mejor actriz sino que se convirtió en una de las intérpretes británicas más importantes de todos los tiempos. Su Gudrun, reacia al matrimonio, reflexiva en los vaivenes de su errática relación con el Gerald Crich de Oliver Reed, portavoz única de las palabras inolvidables de D.H. Lawrence, fue la insignia de un nuevo tiempo. Como Jeanne Moreau lo había sido para los 60, Glenda Jackson fue la representación de la mujer de ese creciente feminismo, independiente de los tradicionales cánones de belleza, comprometida en cada nueva creación interpretativa, encendida en su discurso político que luego la llevó al Parlamento para enfrentar el legado de Thatcher. “¿Sería capaz de interpretar a Margaret Thatcher?”, le preguntan en The Guardian con cierto dejo de provocación. “Me resultaría muy difícil. Siempre he tratado de cumplir con una regla inquebrantable: mirar el mundo a través de los ojos de quien sea que interprete. Y me resultaría muy, muy difícil ver el mundo en el que Thatcher quería que habitáramos”.
“No seas ridículo. ¿Me estás cargando?” es la respuesta instantánea de Glenda Jackson ante la pregunta del periodista de The Guardian sobre si piensa regresar a la política. “Tengo 84 años. ¿Creés que tengo la energía para recorrer las calles nuevamente?”. Jackson se retiró de la política en las elecciones generales de 2015, dos días antes de cumplir 79 años. De su paso por la función pública, que incluyó la secretaría de transporte de Londres además de varios mandatos como parlamentaria por el Laborismo, quedaron sus memorables discursos en la Cámara de los Comunes –entre ellos aquel del 2013 que condenaba la política del exitismo de Thatcher como responsable del abandono de la salud mental de la población- , su enfrentamiento con Tony Blair por el informe Hutton sobre la misteriosa muerte del científico experto en armamento David Kelly, y sus duras críticas a la política del partido conservador, que se extienden al presente respecto al manejo de la pandemia por parte del gobierno de Boris Johnson. “No soy admiradora de Johnson ni de su gobierno, pese a que entiendo que nadie sabía cómo tratar a la enfermedad cuando golpeó al mundo entero. Pero, a fin de cuentas, la lucha siempre es la misma, entre la salud y la economía”.
Hoy Glenda Jackson vive en un pequeño departamento con un soleado jardín en Londres, un piso más abajo del que habita su hijo Dan Hodges, periodista de diario laboralista Mail on Sunday. Desde el living de su casa asistió a la ceremonia virtual de los BAFTA en julio pasado, en la que se alzó con el premio a mejor actriz, pese a que los premios nunca han sido el estímulo de su trabajo. Cuando en la entrevista de Vogue le consultan sobre cómo se preparó para el papel, luego de tantos años de ausencia, dijo tajante: “Tenía el libro y el guion. Vamos, no es magia. ¿Cómo lo hacen, después de todo, el resto de los actores?”. Ninguna pregunta sobre los detalles del rodaje de la película o de su interpretación parece encenderla tanto como el trasfondo de la historia de Maud y su enfermedad. “Cuando era miembro del Parlamento y visitaba los hogares de ancianos veía a personas que padecían estas enfermedades y el efecto que tenían en sus familias. El Alzheimer y la demencia son enfermedades serias que si no se tratan adecuadamente ocasionan daños severos, y no solo al individuo que las padece. El tratamiento de la salud mental siempre ha sido la Cenicienta del Servicio Nacional de Salud. Como sociedad es algo en lo que no gastamos el suficiente dinero”.
Glenda Jackson fue, a lo largo de su carrera, la actriz de los
extremos. La única intérprete capaz de dar vida a un personaje
inaccesible como Antonina Miliukova, la enigmática esposa de Piotr
Tchaikovsky, acusada de ninfómana, encerrada en un hospicio, evocada a
través de sus ingenuas confesiones. Ken Russell imagina la exploración
de aquel matrimonio a través de las creaciones del compositor en una oda
radical y desenfadada. Jackson baila desnuda en el piso del tren en el
regreso de la fallida luna de miel, se sirve de sus amantes como de
mortíferos placeres, se pierde en esa locura de fama y de pena que la
confina al encierro. Glenda otorga grandeza a quien había sido negada y
recluida. Lo mismo hizo con la enigmática inglesa que Joseph Losey
imagina como detonante de la creatividad de su marido en La inglesa romántica
(1975). Una mujer que regresa de un viaje con un amante, esquiva y
seductora, dueña de todo misterio. Y también cuando llevó dos veces la
corona de la impenetrable Isabel I, en la celebrada miniserie de la BBC con la que ganó todos los Emmy, y en María Estuardo, Reina de Escocia
(1971) junto a Vanessa Redgrave. Fue aquella reina virgen tantas veces
recreada y ahora bajo su rostro definitivo. Glenda, siempre Glenda.
Única e inolvidable.
El regreso en Elizabeth está desaparecida ha coronado el
renacer de su actuación. En el estreno en Estados Unidos el pasado enero
las críticas no podían haber sido más celebratorias, enjugadas de las
lágrimas de una espera de tantos años. Bajo el paraguas del policial, su
Maude emerge como el corazón de todos y cada uno de los descubrimientos
que ensaya la película, su memoria es también el panegírico de la
actriz que la interpreta. Y Glenda Jackson vuelve a hacer gala de su
humor intransigente, su voz cavernosa, sus movimientos enérgicos pese al
paso de los años. Todo aquello que prevalece, pese al tiempo, a la
prolongada ausencia, gracias a la memoria recobrada. “¿Volverá a la
actuación después de la buena acogida de Elizabeth ha desaparecido?”, le pregunta el atrevido cronista de Vogue. “No tengo la bola de cristal pero vivo con esperanza”. Nosotros también.
Elizabeth está desaparecida está disponible en HBO y HBO Go.
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