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Japón : el goce de los perversos-La bombacha como fetiche

Acerca de la misofilia, Pag 12, 11 de febrero

En Tokio existen negocios que venden prendas íntimas usadas por adolescentes. Los precios van entre 25 a 50 euros. La operatoria del placer misófilo.

Encontrar en el centro de Tokio una tienda de artículos fetichistas usados es tarea sencilla si uno tiene las coordenadas de una burusera, algo que no es ningún secreto. Son negocios legales con cartel a la calle en algún edificio de varios pisos. El comprador sube, toca timbre en una puerta como de oficina y esta se abre a dos o tres pasillos con anaqueles como de biblioteca, llenos de ropa usada y sin lavar de adolescentes y menores de edad. Este es un paraíso para misófilos que se excitan tocando --por ejemplo-- bombachas de todo tipo. Se las vende en una bolsa con foto de la colegiala con la prenda puesta, prueba de que está usada --muy usada-- y sin lavar, manteniendo olor y manchas. Los precios van de 20 a 50 euros según la cantidad de días desde que la chica se la quitó: dos, tres o una semana como máximo. Más antiguas perderían valor al atenuarse la fragancia de la juventud.

Los fetichistas más desconfiados evitan intermediarios y compran la ropa interior a las colegialas en algún lugar oculto. Éstas se la quitan delante de ellos, garantía máxima de autenticidad. Una variante llamada kagaseya son los encuentros en salas de karaoke donde quienes adolecen del lolita complex les pagan a ellas por dejarlos arrodillarse entre sus piernas a aspirar aromas glandulares. Los misófilos también hurtan bombachas en terrazas y está tan asumido el asunto que hay un personaje de anime llamado Happosai, un anciano famoso por esa costumbre.

En lo alto de la tienda cuelgan los serafukus o uniformes de marinerita, más caros según el prestigio del escudo colegial. La indumentaria se completa con medias tres cuartos, corbata y randoseru, una mochila de cuero estilo holandés con el que una chica iba a clase.

Una vitrina exhibe sobres con vellos púbicos y frascos con saliva y pis de teens orientales. Una heladera conserva tampones usados. Los fetiches se venden recibo en mano y no parece haber tanta presión social por prohibirlos. El fenómeno no es masivo y el mercado se ha ido trasladando a Internet.

Dejaremos de lado todo posible análisis antropológico del asunto.

Desde el psicoanálisis, el misófilo que se excita con ropa sucia no está corrido de la realidad como los psicóticos: sería apenas un neurótico con ciertos rasgos perversos porque encuentra goce en la transgresión de lo sexualmente “correcto” (él sabe que es “incorrecto” oler ese objeto). En tanto su finalidad no es el coito, esa persona estaría cerca de la perversión. “El perverso lleva al acto lo que el neurótico fantasea”, según Freud. Este consumidor sería un neurótico y no un perverso, en tanto no abusa.

La primera inquietud al pensar esto sería qué es el morbo: una atracción libidinal, un placer despertado por lo prohibido, el dolor ajeno, lo cruel o el acceso a lo oculto. A veces es lo que va contra la moral establecida. Y siempre es un deseo pulsional por ver. La cultura de cada tiempo y lugar determina el límite permitido ante la tentadora transgresión. Después, cada sujeto opta --consiente o no-- si vulnera la norma. Pero el deseo de lo prohibido lo traemos de nacimiento. Quienes consumen estos fetiches de vestimenta son llevados por el principio del placer. Y saben bien qué es lo prohibido y qué no (en Japón están dentro de la ley). No compran a la vista de todos pero tampoco es algo subterráneo.

¿Cuál es la operatoria de ese placer? Desde la teoría freudiana, en el psiquismo de estos sujetos transgresores aparece la compulsión a la repetición, siempre relacionada a algún trauma de la infancia (el síntoma aquí es no poder parar de comprar prendas de niñas por alguna razón inconsciente). Partamos del peso de la relación entre el comprador y el objeto-fetiche, que está atravesada por lo ominoso, lo cual surgiría si se transgrede el delgado límite entre fantasía y realidad.

Lo ominoso es la evocación inconsciente de algo terrorífico que vuelve desde la infancia cuando algún estímulo lo excita, sobrepasando la represión. Si ese horror no fue bien elaborado, puede terminar mal como el personaje del cuento de Hoffmann El hombre de arena, citado por Freud: al niño Natanael, su nodriza lo amenazaba con que el Hombre de arena --equivalente a nuestro “hombre de la bolsa”-- le arrancaría los ojos si él no obedecía. De adulto, el personaje se psicotizócon esa historia y terminó suicidándose. El niño había creído en el hombre de arena con un sentido literal: la sanción por no cumplir las órdenes hubiese sido quedarse ciego con los ojos vacíos sangrando.

Más allá de la singularidad de cada caso, en los misófilos que se excitan con ropa de menores de edad también opera el miedo a la sanción: se erotizan sin llegar al acto, no tocan la carne. El placer es solo mirar, aunque el otro deseo esté. Pero se conforman con el fetiche. El fetichismo es para Freud una “aberración sexual” y una “transgresión anatómica”: la persona deseada es sustituida por un objeto relacionado a ella, pero inapropiado para un fin sexual “normal”. A un hombre le puede resultar sensual una mujer con botas de taco aguja y sentirse especialmente atraído por esa prenda, un objeto que --junto con ella-- potencia el erotismo fijado en ese cuero y los pies. Hay en esa atracción cierto rasgo fetichista. Pero el fetichismo como tal sería si las meras botas --separadas de la mujer-- produjesen ese deseo, convirtiéndose en el fin en sí mismo, lo cual sería una patología sujeta a tratamiento.

En el caso de los clientes de las buruseras, claramente su fin queda fijado en la prenda hecha fetiche. La sola mirada y el roce de la tela excitan pero el deseo de concretar resulta reprimido, bajo la amenaza y el riesgo de que al sujeto deseante “le arranquen los ojos”: no buscan la cópula porque les remite a una represión infantil que sería universal. Entre mirar y tocar la carne, se quedana mitad de camino, sin transgredir la ley pero conservando la mirada.

Julián Varsavsky es autor del libro de crónicas Japón desde una cápsula (Adriana Hidalgo editora).

Patricio Barrera es psicoanalista.

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